ABRACADABRA.

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Solo una reducida parte de la población llega a creer en las enrevesadas historias paranormales que surcan terrenos desconocidos y rozan lo irracional de la mente humana, la fantasía, lo raro y lo más exótico para cualquier iluso que se atreva a escuchar. Pocos creen en las leyendas, en los mitos, en las historias que se cuentan especialmente a medianoche, y las representan con el pretexto de ser producto intangible de la imaginación más aburrida..., porque intentar comprenderlas ahogaría la cordura y desataría al desquicio errante de sus personas que exigen hartamente una respuesta que los satisfaga. Pero yo solo vengo a dejarles una simple advertencia previamente a comenzar a narrar lo que sucedió el 31 de octubre de aquel inolvidable y frío año que nunca antes ocurrió en la historia y que ustedes presenciaron hasta su última hora...

Si eres de la mayoría de la población que adjunta los fantasiosos casos e historias como, únicamente, cuentos de niños y no como graves misterios explícitamente reales y extravagantes..., déjame decirte que inicias mal, y que quizá este libro pueda afectarte cuando aquella coraza que alzaste y pintaste de una falsa racionalidad se resquebraje consecuentemente al leer mis próximas palabras. Retírate si padeces de esa debilidad mental, o mejor comienza a creer en historias de brujas... porque esta es una.





El otoño estaba en su punto más cúlmine el último día del mes de octubre, en la ciudad nórdica que bordeaba el profundo y frío bosque que le hacía compañía. Su densa vegetación; ahogada en la oscuridad cuando el sol se ocultó lírica y lentamente acorde a su naturaleza, empobreciendo a la ciudad de calor, potenció formidablemente y clamó con un rugido su frío viento que llegó a raudales por las calles, proveniente de las enredaderas que les otorgaba cada árbol, llevando sin falta su particular anaranjado en hojas tan secas como perdidas en vida.

Adversamente al silencio del bosque, a su oscuridad y carácter tan desolado, la ciudad alzaba el festejo cultural de cada año, dándole alegría a la famosa noche de brujas, más conocida como Halloween. Los postes de luz en las calles iluminaban los exóticos disfraces de cada persona, marcándole un confiado sendero a los niños que, ansiosos y en un azucarado frenesí, clamaban por dulces en cada hogar, entre gritos y joviales risas por jugar.

A paso lento y relajada en tu andar, avanzaste por el empedrado de la vereda que bordeaba el sendero de hogares, dejando atrás las masas infantiles para pasar a una zona más desolada en aquel frío barrio, donde la carencia de niños era altamente visible y donde la juventud más grande estallaba sus hormonas en fiestas o bromas abocadas a ciertos hogares; de los cuales pendían papeles de sus techos, o fueron embadurnados con huevos que lanzaron pendencieramente contra sus ventanas. En ciertas casas, la música festiva era tan alta que llegaba a plagar las calles, las cuales se hallaban también en un desorden cubierto de mugre, con botellas vacías, papeles y botes de basura que previamente fueron derribados cual pinos de bowling.

Sumida en tu propia tranquilidad y en lo que aquella noche tenía para dar, ignoraste por unos minutos tu entorno y alzaste el mentón para focalizar tu atención en la inmensa y resplandeciente Luna llena. Su particular color amarillento —como el tinte del té sobre una hoja blanca— iluminó la ciudad, y no se permitió ser oculta por las débiles nubes que adoptaban su brillo y se cruzaban ante ella con lentitud. Abducida por su encanto y suntuosidad, la admiraste el tiempo que te tomó llegar al empedrado que guiaba a la casa de Mina Ashido; en donde sus luces de neón parpadeantes resbalaban de las ventanas y dejaban ver la fiesta que estallaba con emoción.

No fue difícil llegar hasta allí debido a ya conocer el camino de quien alguna vez fue tu amiga en la preparatoria, y mucho menos podrías olvidarte del inmenso roble seco en su entrada. Jamás lo quitaban, pero tampoco parecía dar frutos de vida en todos aquellos años de su existencia. Sus contorsionadas ramas oscuras se asemejaban a esqueléticos brazos que arañaban el tejado de su hogar; ahora cubierto de una precaria pero animada decoración, con telarañas falsas y faroles antiguos de luminiscencia naranja. Sobre su verde —y un poco seco— césped yacían calabazas decorativas, rodeadas de costales de heno y ataúdes falsos completamente vacíos que conformaban el tétrico complemento al día.

ABRACADABRA. | (+18) | Escenario Bakugõ × Lectora.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora