CAPÍTULO 5

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Rebeca y yo hablamos mucho.

No siempre, desde luego. A veces nos dormimos. Pero nos gusta hablar, y a mí el sexo me desvela.

La primera vez que nos acostamos fue algo no premeditado, casi sin querer. Habíamos bebido más de lo habitual para ser un miércoles y estábamos bromeando en una barra de boliche. Un hombre se nos acercó buscando conversación, y en algún momento nos preguntó si éramos pareja. No sé quién tomó la iniciativa, pero hubo un beso, discreto, entre risas, ejecutado por malos actores en el primer ensayo de una obra, que nos pareció gracioso. Nos gusta el teatro. Seguimos hablando con aquel hombre un rato más, como una pareja establecida y sólida, y cuando nos dejó solos volvimos a intentar el beso, esta vez sin público, a conciencia. Volvió a gustarnos. Le dije que nunca la llevaría a mi casa. Así que fuimos a la suya. Y a partir de esa noche empezamos a vernos casi todos los días.

Rebeca me hace preguntas simples para explicarme problemas complejos.

—¿Tú crees en lo de ser felices y comer perdices?

Yo le lamo el cuello con suavidad, porque el verbo comer me da hambre.

Le digo que el amor romántico me parece cursi, pero no imposible. Le hablo del poeta seductor, de los ramos de flores, del soldado que regresa, mucho tiempo después, de la batalla. Le hablo de la cortesía, de los príncipes y las princesas de los cuentos de hadas, del pacto de felicidad. Enumero películas de Stanley Kubrick y canciones de José José. Ella calla y me observa. Cuando termino, toma la palabra.

—Si una mujer tiene un sueldo tan alto como un hombre, y libertad de movimiento, y las mismas posibilidades de llegar a ser directiva de una empresa o presidenta del Gobierno, pero lo máximo a lo que aspira es a encontrar a su príncipe azul, sigue siendo una mujer vacía a la espera de que un hombre la llene.

A mí me vencen la estupidez y la semántica:

—¿Quieres que te llene? ¿Ahora?

Ella es paciente conmigo.

Me habla de la mujer como objeto y no como sujeto: la musa, la dama que espera, la esposa estoica. Me habla de la mujer sin iniciativa, siempre a expensas de una decisión del hombre, que necesita ser salvada o rescatada; de la mujer que solo se siente completa si encuentra el amor verdadero, y si se casa, y si tiene hijos; de la mujer como depositaria última de los deseos del hombre, que será quien, al final, con su coraje o con su inteligencia, la conquiste. La mujer, entonces, como algo que debe ser ocupado, como la tierra, como el castillo enemigo. Un trofeo. Una propiedad. Un útero. Me pone ejemplos más duros de cómo el amor romántico ha manipulado las relaciones y ha inclinado la balanza hacia el abuso: si tiene celos es porque te quiere; si te pega es porque te quiere; o eres mía o no serás de nadie; no necesitas quedar con tus amigas porque me tienes a mí; no salgas con esa ropa a la calle; sin mí no eres nada.

La escucho, pero lo hago mientras le miro el culo. Tiene un culo perfecto, o perfecto para mi gusto, duro y pequeño. Se da cuenta. No me lo recrimina, pero levanta las cejas.

—Estás exagerando —digo, intentando seguir la conversación, sin advertir que este afán mío por pronunciarme es exactamente la misma dinámica que usé delante de mi familia.

Le discuto algunos detalles. Le digo que los tiempos han cambiado, que las parejas no son como antes, que ahora las mujeres votan y van a la universidad y trabajan y que las tareas domésticas se reparten, que hay una conciencia social muy fuerte contra el maltrato, que los hombres ya no somos soldados ni héroes ni poetas. Le recuerdo la conferencia de Pekín del 95, con cuarenta mil «hermanas» delante de las cámaras. Intento que vea el mundo tan lleno de posibilidades como yo lo veo.

Confía en mí, soy aliadeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora