Parte 4

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Cruzando los brazos sobre su chaquetilla de punto, Isabel se dio prisa por llegar a lo de Clara. Era la única mujer en la calle a pesar del intenso movimiento; todas se hallaban en sus hogares, atrancando puertas y ventanas para que nadie pudiese entrar o salir. Afuera, los hombres iban de un lado a otro, aunque la mayor parte se encontraba en la periferia del pueblo, cortando leña para alimentar el conjunto de hogueras que, como un anillo de flamas anaranjadas, constituía una barrera infranqueable.

Uno de estos hombres descubrió a Isabel entre la multitud; con expresión ceñuda, le dijo:

—Vuelva a casa, señora. No es seguro para usted estar a la intemperie.

El hombre se refería a las nubes de humo que enturbiaban el aire... pero sus ojos, que gravitaron hacia el abdomen de Isabel, le comunicaron en silencio la segunda parte del mensaje. La mujer asintió con un gesto nervioso y recorrió el último tramo del camino sin dejar de prestar atención a cada cosa que se movía, preparada para correr si algo intentaba dañarla.

Estaba tan asustada que golpeó la puerta de Clara con tal fuerza que se lastimó los nudillos. Sin embargo, el miedo no le permitió darse cuenta de ello.

La anciana atisbó por la mirilla y le abrió, indicándole que entrara rápidamente a fin de volver a cerrar la puerta. La llave, el pasador y la cadena produjeron sendos chasquidos al ser manipulados, todo lo cual hizo estremecer a Isabel porque hacía más evidente que lo que estaba pasando no era ninguna broma.

Clara se volteó hacia ella. Tenía los pelos de punta.

—Isabel, Isabel... Dios, ¿qué haces aquí? Deberías estar en casa con tu marido.

Isabel inclinó la cabeza. Su cara mostraba un tono enfermizo que a la luz de las velas parecía cadavérico. Con voz ronca, preguntó:

—Lo de la madre maldita es verdad, ¿no?

Clara dejó escapar un suspiro de resignación.

—Sí, es verdad —admitió—. Cordelia fue expulsada una vez... pero cada tanto vuelve a Laguna Verde y hay que ahuyentarla de nuevo.

La anciana se sentó junto a Isabel y la tomó de las manos.

—No te preocupes, linda. El fuego la espantará, siempre lo hace, como a las fieras. Tu hijo está a salvo.

—¡No, no es así! —exclamó Isabel—. Mi hijo... Mi niño...

Comenzó a llorar con tal desesperación que por unos minutos Clara sólo pudo acariciarle el hombro, temiendo que la joven fuera a desmayarse o algo peor.

—Vamos, cálmate —le dijo al rato—. Tu bebé está a salvo, de veras: mientras no salga de ti, ella no podrá...

—¡Es que de eso se trata! Mi hijo no está a salvo dentro de mí porque... porque... Ay, Clara, yo ya no siento que esté vivo...

La anciana se quedó de piedra, y cuando quiso hablar tuvo que abrir la boca varias veces antes de conseguirlo. Entonces preguntó:

—¿Estás segura? ¡Pero falta una semana para el parto!

Isabel asintió, sollozando.

—Es como las otras veces... Los dolores... el olor... Hace ya un tiempo que no se mueve.

—Dios mío...

Clara se puso de pie y dio vueltas por la habitación mientras Isabel lloraba con el rostro oculto en las manos. ¿Por qué tenía que suceder esto a pocos días del éxito? ¿Qué había hecho Isabel para merecer tan cruel destino? Durante nueve años, Clara la había acompañado en su tragedia casi como si fuera de ella, y ahora se negaba a aceptarlo. Tenía que haber una manera de... Pero era tan arriesgado...

La joven había cumplido treinta años el mes pasado. Si perdía otro hijo, seguramente no volvería a quedar embarazada.

La mirada de Clara se ensombreció. Había determinación en ella, pero también se adivinaba un terrible conflicto interno. Finalmente obligó a Isabel a levantar la cara y le dijo:

—Espérame aquí. Te daré algo que quizás te sea de utilidad.

Isabel parpadeó. ¿Qué había en el mundo que pudiera solucionar su problema? Pero la anciana se retiró con paso firme, y después de traquetear en su dormitorio, como si rebuscara en el fondo de un armario, volvió a la sala con un pequeño objeto que apretaba contra su pecho.

—Toma —dijo, y le pasó el objeto a Isabel.

Era una estatuilla muy vieja, un torso femenino. No estaba rota; deliberadamente la habían esculpido sin cabeza, brazos o piernas, exagerando al mismo tiempo sus senos y vientre.

—¿Es...?

—Sí —replicó la anciana—. Es una representación de la Diosa Madre.

Isabel le dio vueltas a la figurita de piedra negra. Era pesada y cálida al tacto...

—¿Qué he de hacer con ella?

Clara tomó asiento y miró fijamente a su amiga.

—Antes de eso hay dos historias que debo contarte. Ambas son ciertas.

La dama hizo una breve pausa y dijo, con un tono más grave:

—Aún podemos ayudar tu bebé, pero... ¿qué tanto estás dispuesta a pagar?

********************

El fuego ruge en la noche como cien leones enfurecidos. No hay hueco alguno entre las hogueras.

La mujer se aproxima a las llamas lo más que se atreve, sintiendo que el calor le agrieta la piel y riza las puntas de su cabellera. Pero detrás del fuego, detrás de los hombres que lo mantienen encendido y de las puertas cerradas, también percibe a los niños. Unos duermen, otros abrazan a sus madres solicitando protección.

Ella quisiera estar aunque fuera por un instante en el lugar de esas mujeres, para arropar a un hijo en la cama o aplacar su ansiedad con dulces arrullos. Sin embargo, todo eso le está vedado.

Da un paso más hacia el fuego. Ojalá éste tuviera el poder de matarla, no sólo de causarle dolor.

El dolor físico, entonces, es lo único que la detiene... por el momento. Y es que cada vez le parece menos difícil tolerar el feroz ataque de las llamas con tal de ingresar al pueblo y echar un vistazo por el cristal de una ventana. Sería recompensa suficiente ver a algún chiquillo acurrucado en las sábanas, con un muñeco de trapo en un brazo y el pulgar de la otra mano en la boca...

Ahora está a centímetros del fuego.

A sus espaldas, una presencia le ordena desistir. La mujer se voltea. No ha escuchado palabras ni ve persona alguna, pero el mandato es tan real como ella misma.

La presencia la obliga a recordar: por su mente pasan en veloz secuencia los momentos que han hecho de su existencia un infierno, montones de ellos, una y otra vez hasta que no puede soportarlo más y cae de rodillas apretándose las sienes. Se arrancaría los recuerdos de la cabeza con sus dedos, pero tal cosa no es posible.

La mujer escapa. Los hombres piensan que es a causa del fuego porque no tienen manera de conocer la verdad: ella corre para no tener que ver los rostros acusadores de los niños que ha asesinado.

(Continuará...)

Gissel Escudero

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La madre malditaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora