Parte 8

1.8K 107 59
                                    

Los estampidos de rifles, escopetas y pistolas resonaron en la oscuridad de la pequeña casa, despertando a Isabel. Era la quinta noche, y el ruido casi no había cesado en todo ese tiempo.

La madre maldita rondaba, inmune al fuego y los disparos. Los habitantes de Laguna Verde ya no sabían qué hacer para espantarla; a estas alturas resultaba obvio que ella no estaba dispuesta a marcharse, no antes de...

No antes de conseguir lo que deseaba.

En cinco días habían muerto otros tantos niños. La madre maldita se movía de sombra en sombra como un espectro, secuestrando a los pequeños al más mínimo descuido. Los cadáveres aparecían luego en las afueras del pueblo, allí donde se habían escuchado los tremendos alaridos de la mujer. Cada vez que los oía, a Isabel se le erizaban los pelillos de la nuca y el miedo la atenazaba hasta los huesos.

Agotada por la falta de sueño, la mujer se levantó de la silla donde había caído rendida y se dirigió al dormitorio en el que Eduardo dormía junto a su padre. Ambos adultos se turnaban para vigilar al niño, igual que los demás matrimonios de Laguna Verde. Todos temían por sus hijos...

Isabel abrió la puerta de la habitación, cuyas ventanas estaban bien cerradas. No conseguía ver más allá de su nariz, tal que se desplazó hasta la cama con los brazos estirados y atenta a los suaves ronquidos de su esposo. Entonces se dio cuenta de que sólo una persona respiraba en el dormitorio.

No, no podía ser. Eduardo tenía que estar allí.

Isabel tanteó la cama. Localizó el rostro de Gabriel, sus brazos, su pecho... y el hueco, aún tibio, que había dejado el cuerpecillo de su hijo.

—No. Por favor, no.

La mujer se apresuró a encender una lámpara, y con ello comprobó lo que sus otros sentidos le habían anunciado: Eduardo se había esfumado como por encanto.

—¡Nooo!

La exclamación despertó al hombre, que al instante se incorporó y miró en torno a sí. Al notar la falta de su hijo, su cara palideció y sus ojos buscaron los de Isabel, encontrando en ellos el mismo horrible presentimiento. De mutuo acuerdo los dos salieron del dormitorio y luego de la casa, y juntos recorrieron el pueblo interrogando a quienes vigilaban.

Ninguno había visto al niño.

En algún momento Isabel se separó de su esposo y comenzó a buscar por su cuenta, repitiendo la escena posterior al funeral. Ahora, en cambio, tuvo que lidiar con la confusión de la noche, los disparos y la escasa luz de las calles, excepto las que el fuego iluminaba. Allí el calor era insoportable.

—¡Mi hijo! ¿Dónde está mi hijo?

Nadie lo sabía.

Isabel inspeccionó hasta el último rincón del pueblo, incluso llamó a las casas e interrogó a sus ocupantes, cada vez más histérica, cada vez más aterrada, hasta que su cordura se vio empujada al límite de lo que podía resistir. Finalmente, tras un lapso de infructuosa labor, encontró un estrecho pasaje entre las hogueras. Un pasaje lo bastante amplio para un chiquillo como Eduardo.

La mujer se cubrió el pelo con su bata y atravesó el corredor en llamas. De manera inexplicable, éste se cerró apenas la mujer llegó al otro lado.

En contraste con el bullicio dentro del círculo de hogueras, fuera de él reinaba la paz. Un viento primaveral hacía ondular la hierba, llevándose el humo en la dirección opuesta. Parecía otro mundo...

En el pasto, bajo la luna, Isabel descubrió los dos pares de huellas que se alejaban hacia el bosque, pisadas grandes y pequeñas. Se le hizo un nudo en el estómago; no obstante, reuniendo coraje, las siguió.

Ya en el bosque, las huellas se volvieron imperceptibles. Pero algo se escuchaba más adelante: risas de un niño y una mujer. ¡Qué extrañas sonaban entre los árboles! Como las voces de dos espíritus en alas de una inmensa felicidad.

Las voces procedían del claro donde se hallaban los sauces y la laguna.

Isabel quiso llamar a su hijo, pero no pudo. Una fuerza misteriosa le había paralizado la garganta. Sin embargo, sus piernas le respondían, y transportada por ellas avanzó hacia la laguna procurando no hacer ruido.

Ahí estaban ellos, a orillas del agua: tomados de la mano y dando vueltas en una especie de baile. Eduardo y la mujer. La madre maldita. Cordelia.

Muy poco quedaba en ella de humano. Era vieja, muy vieja, y no sólo por sus años: en su cara se vislumbraban los efectos de una larga agonía. Tenía la piel chamuscada, su vestimenta colgaba de ella en jirones ennegrecidos, y de su cabeza sólo pendían unos hilos grises; el cuerpo enjuto mostraba numerosos agujeros producidos por balas y perdigones. Resumiendo, su fealdad hería la vista, pero cierto detalle la mitigaba: una sonrisa.

Eduardo también sonreía, y la fealdad de la mujer no lo afectaba en absoluto; al contrario, la contemplaba con el arrobamiento de un enamorado. Por un momento, uno muy breve, Isabel vio a Cordelia a través del niño: el rostro joven y bello, una espléndida cabellera negra, el vestido que modelaba su perfecta figura...

Pero el hijo era suyo. Suyo, no de la otra.

Isabel sintió un objeto duro en la mano, algo que había guardado en un cajón pero que ahora estaba entre sus dedos. Un objeto redondeado: la estatuilla de la Diosa Madre.

—Aún podemos ayudar tu bebé, pero... ¿qué tanto estás dispuesta a pagar?

—Cualquier cosa. Cualquier cosa con tal de que mi hijo viva y sea feliz.

Por entre los párpados de Isabel escaparon dos gruesas lágrimas, dos solamente, que salpicaron la hierba como pequeños diamantes.

Ése era su precio: detener la maldición.

El dúo paró de bailar. Ella besó al niño; él recostó la cabeza contra el pecho de la mujer. En el borde del claro, Isabel notó que una parte de su ser moría para siempre. Tal vez fuera su corazón.

Cordelia y Eduardo se marcharon riendo y cantando. Sus voces permanecieron unos instantes después de que ellos se hubieron perdido de vista, igual que un aroma, y luego el bosque quedó en silencio.

********************

La mujer camina arrastrando los pies. Las hogueras se han apagado. Detrás de los maderos consumidos, los hombres la ven llegar y levantan sus armas. Después titubean. ¿Quién es ella?

La luna ilumina sus facciones permitiendo que la reconozcan. Aun así, les cuesta identificarla: su cara parece veinte años mayor, el pelo se le ha puesto blanco y su espalda no luce tan derecha como de costumbre. Además... ¡Dios, qué terrible es la expresión de sus ojos!

La mujer sigue caminando con el aire mecánico de un autómata. Los hombres se apartan para dejarla pasar; ella no los mira. Algo cae de su mano y se hace pedazos contra el pavimento, de tal modo que no es posible determinar qué era.

A pesar de lo que deja entrever su rostro, la mujer no llora. Ha pagado un precio, el más alto que podía exigírsele; sin embargo, considera que el precio ha sido justo, y eso anula el llanto antes de que salga de su pecho.

Así pues, la mujer no llora.

Pero no volverá a sonreír.

Gissel Escudero

http://elmundodegissel.blogspot.com/ (blog humorístico)

http://la-narradora.blogspot.com/ (blog literario)

La madre malditaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora