Unión de familias

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Catell se volvió a mirar al espejo y planchó la última arruga de su traje de nuevo. Acomodó sus rizos pelirrojos y respiró fuertemente. Tenía los nervios a flor de piel, pero no debía permitir que se mostraran en su rostro, no mostraría una mala cara ante el día más importante de su vida.

—Señorito Christen. Es hora de partir... —La voz de una sirvienta habló al otro lado la puerta.

—¡Ya voy, ya voy! —Echó una última vista al espejo y tomó su collar de plata con el símbolo de su familia: pájaro rojo. 
Se paró en el umbral de la puerta, y apreció por última vez su habitación, sabiendo que quizá sea la última vez que estaría ahí.
Corrió escaleras abajo, varios sirvientes del palacio se despidieron de él, haciendo más amargo el viaje para el joven Omega.

—¿Listo, cariño? —Su madre lo recibió al final de las escaleras —Será un viaje un poco largo así que hay que darnos prisa para llegar a la fiesta de esta noche.

—Creo... Creo que estoy listo... —Murmuró Catell viendo todas sus maletas guardadas en los carruajes.

—Bien, te esperamos en el carruaje... Despídete de todo, mi niño...

Catell asintió, con los ojos a punto de desbordarse. Miró el palacio desde afuera, aquel lugar que por dieciocho años fue su hogar, esas paredes de ladrillo rojo y los ventanales enormes que llenaban de luz desde que el sol se asomaba en las colinas.
Miró los extensos terrenos de la propiedad, dónde había jugado tantas veces con sus hermanos, los árboles de manzanas y de peras dónde se llegó a quedar dormido bajo su sombra.

Todo lo que conocía, lo iba a dejar hoy... Para casarse con alguien del frío norte.

—Es hora... —Su padre lo tomó de los hombros. Él también lucía triste, pero su orgullo de alfa no le permitía llorar.

Catell asintió y subió al carruaje. Miró hacia atrás y a medida que avanzaban, vió como su cálido hogar se perdía entre la luz del sol y las verdes montañas.

—La familia Christen, se presenta ante sus excelencias —Anunció el vocero al detenerse el carruaje.

Catell acomodó su abrigo con prisa y pánico. Tomó su pequeño espejo y miró sus labios y sus mejillas rosas, acomodó sus rizos y trató de ocultar los círculos bajo sus ojos con un poco de polvo.
Afuera se veía oscuro y el frío terrible ya había entrado al carruaje aunque las puertas seguían cerradas. Respiró varias veces antes de decidir bajar.

Como lo esperaba, en cuanto bajó comenzó a temblar de pies a cabeza. Le habían advertido que el frío del norte era terrible pero jamás dijeron que se sentía como si te perforaran los huesos con agujas heladas.
Trató de disimular mientras veía el recibimiento de por lo menos una decena de personas frente a ellos, todos con pieles encima y serios mientras lo miraban de arriba hacia abajo.

—Los norteños tienen la misma calidez que el hielo... —Murmuró Catell, recordando que su mamá había dicho eso.

Su padre lo tomó de los hombros y caminaron por un camino guiado por antorchas hasta la entrada de la fortaleza que estaba frente a ellos.
Catell miró el lugar sorprendido, sin encontrar algo que le recordara a su hogar.
La fortaleza de piedra lucía fría y gris, con pequeñas ventanas dónde seguro el sol no lograba calentar el interior.

Eso pensaba hasta que lo vió. A pie de las enormes puertas de madera, parado junto a un hombre de rostro duro y una chica má jóven; ahí estaba el chico de cabellos castaños y ondulados, piel blanca como nieve y labios pálidos: su prometido.

Lo supo desde que vió su sonrisa amable y cálida, era él, Axel Dunord, a quien había visto solo en pinturas.

Ambos compartieron una mirada tímida al estar frente a frente.
Aún así, Catell no dejó de sentir el pánico en su estómago al sentir los ojos grises de los demás miembros de la familia Dunord sobre él.

Traiciones de invierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora