19 diciembre 2018

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Me cuesta habituar la velocidad de mi letra a la vorágine de hoy, diferente a ya dos inviernos atrás cuando los días eran libres y se extendían en una suerte de 48 horas diarias,
las noches y madrugadas eran infinitas y el día
algunos reflejos crepusculares del atardecer.

Todo acontece y transforma con giros y vueltas,
acumulando emociones y reflexiones que intento sortear entre violentas olas frontales
en directo camino al lecho mismo de la vida,
porque cada vez me acerco y a la vez cada vez me alejo.
Soy una suerte de interfaz o zona entre lo que fue y lo que será,
existencia intermedia entre lo que fue y lo que quiero que sea.

Esas tardes infinitas donde tu pequeña humanidad abrigaba con ternura mi gélida y atribulada existencia.  Esa pequeña mano, aunque frágil y diminuta, como jamás nunca la volverá a tener,  es poseedora de la más infinita fuerza.   

Me niego a soltar esos días, 

la posibilidad latente está, 

en cada mañana, en ese breve instante existente entre la conciencia de estar despierto y la alarma.    En ese breve instante a diario existe la pregunta si volver a aquellos días de pausa, donde solamente vivía y respiraba por mí y para mí.   Soy y seré un puente que se extiende negándose a soltar, tal vez, por miedo, placer o costumbre, pero el antojo de cada mañana, justo antes de la alarma es esa, si levantarme y cumplir con lo que debo hacer o rendirme al exquisitez de sentirme cayendo y recorrer con libertad la orilla calma de mi introspección donde las horas eran días, y los días eran años.  

Me extraño...

15 de mayo de 2018Where stories live. Discover now