A inicios de la primavera llegó a Seúl una exposición de Takashi Murakami. No sabía demasiado sobre arte contemporáneo, pero había leído un artículo sobre el artista japonés en Facebook. Contemplaba algunas de las esculturas ahí presentadas cuando me percaté de que alguien me miraba. Arrojé una mirada por encima del hombro para vislumbrar a un chico observándome desde el otro lado de la sala. Sentí como si fuera la víctima de algún hechizo profundo. La mirada de aquel desconocido poseía una inagotable profundidad, sus retinas brillaban con una inexplicablemente encantadora melancolía.
Se detuvo junto a mí delante de una colorida iconografía. Nos miramos por unos segundos. Era demasiado atractivo, tanto que apenas parecía real. Su rostro poseía la belleza y la suavidad letal de la nieve; un contraste mágico con su cabello oscur. Aparté la mirada, incapaz de soportar el contacto visual por más tiempo, y carraspeé. Curvé las cejas, intentando pretender que mi concentración estaba absolutamente puesta en tal obra.
—¿Este tipo de arte te parece superficial? —preguntó de pronto. Su voz era llana y sin embargo mantenía un filo dulce.
Evité mirarlo mientras respondía—: Tal vez... ¿a ti?
—Absolutamente —replicó—. Aunque hay un mensaje oculto en la simplicidad.
—¿Qué mensaje?
Lo miré de nuevo. En mis veinticinco años con vida jamás había sido víctima de una mirada tan intensa.
—Lo irónica que es la felicidad —se encogió de hombros—. Vivimos en un mundo que no quiere que seamos felices, sino desdichados. Los medios de comunicación nos venden la ilusión de que lo material rebosará nuestras almas, pero en realidad la felicidad que conseguimos es plana, absurda, somera —señaló una de las iconografías delante de nosotros—, tal como esas flores.
—Eso suena bastante pesimista —objeté.
—Tu preguntaste —replicó antes de esbozar una sonrisa de las suyas. No llevaba ni cinco minutos a su lado y sin embargo me supe atrapada entre esos dientes, en esa mirada, entre aquellos dedos.
Mi mirada se volcó hasta la iconografía de nuevo; suspiré en un intento inútil por librar en ese gesto las emociones que comenzaban a emerger en el vacío de mi estómago.
—¿Crees que son hongos o penes? —preguntó de repente.
Me sonrojé hasta sentir mis orejas hervir. Él rio, divertido por la situación.
—Debe ser lo primero —balbuceé—. Puede ser una representación del trauma colectivo que asedia a la cultura japonesa, por las bombas atómicas.
—Probablemente —sonrió curvadamente.
Se llamaba Min Yoongi, para mí era Yoongi, solo así, a secas. Yoongi encontraba verdadero placer en el conocimiento; aparentemente conocía todo sobre la vida. Después del recorrido al museo fuimos a beber una copa en el bar de un restaurante. Hablaba mucho, pero a diferencia de las personas con las que había cruzado mi camino hasta entonces, también sabía escuchar. Le interesaba conocer mi opinión, y apenas llegaba mi turno para hablar, esbozaba una sonrisa enmarcada por sus encías. Nos volvimos a ver tres veces más antes de que me invitara a su casa para cenar. Esa noche nos besamos ferozmente en la cocina hasta que el microondas tronó para anunciar que las palomitas estaban listas. Dos días más tarde, hicimos el amor hasta que el sol se asomó entre los rascacielos, entonces caímos rendidos y nos abrazamos.
Yoongi era un hombre precavido. Manejaba lentamente, lo hacía con una mano en el volante y la otra sobre mi muslo.
—Si este coche fuera estándar, moriríamos —gritoneaba siempre, empujando su mano a un lado.
ESTÁS LEYENDO
Blue Souls. || BTS
RomanceLa melancolía es la felicidad de estar triste Relatos breves que buscan diseccionar la complejidad de las emociones y conductas humanas tales como el amor, la felicidad, el desamor, la envidia, el erotismo, la tristeza, la lujuria y la nostalgia. Pe...