Aún puedo recordar aquel verano como si hubiera sucedido ayer. El aroma a césped mojado, el silbido de los grillos, el viento meciendo los pastizales, el sabor de las fresas en mi boca y el color rosado de los árboles siendo alumbrados por los últimos rayos de algún atardecer que ha perecido en mi memoria. La nostalgia ha embellecido los escenarios y salpicado las memorias de melancolía. A veces deseo regresar el tiempo para vivirlo todo de nuevo, para sentir, con la fuerza de una explosión cósmica, acaso una sola pizca de la emoción primeriza que envolvió aquellos largos días de solsticio.
Mi familia y yo vivíamos en el mejor vecindario del pueblo. A mamá le gustaba reafirmar que éramos "el mejor linaje de la provincia". En ese entonces tener una televisión como la nuestra en la sala, era una indiscutible manifestación de la opulencia. Nuestra casa contaba con tres pisos, un amplio sótano, un jardín trasero y uno delantero, acorralado por una baja cerca de madera blanca que intentaba imitar el sueño americano de la década de los sesenta estadounidenses, ya obsoleta para ese entonces.
La casa de la esquina llevaba casi una década desalojada. Mi hermana menor y yo disfrutábamos de espiarla por las noches, en busca de algún indicio de que las leyendas fantasmales elaboradas alrededor de aquella casona vacía eran ciertas. Una mañana de abril Hana se arrojó a mi cama para despertarme: un equipo de limpieza profesional había entrado a la casa abandonada. El agua estancada que llenaba las fuentes y la piscina trasera, visibles desde mi ventana, estaban siendo rebosadas por agua nueva. Los muebles cubiertos por mantas y condensas capas de polvo veían la luz por primera vez en diez años.
Al regresar de clases, en aquellos días previos al penúltimo grado de preparatoria; rodaba en mi bicicleta alrededor de la casa, intentando distinguir los cambios ejecutados. El mantenimiento la había transformado en una bellísima morada. El césped estaba cortado al ras, los cristales relucían, los muebles pesados e imponentes exhalaban la hermosura clásica que había sido privada por el polvo durante tantos años.
La familia Jung arribó a finales de mayo. Su repentino advenimiento desató las especulaciones, especialmente entre las mujeres de la alta sociedad que pasaban las tardes en el club, despilfarrando dinero de sus esposos en los juegos de póker y bingo, o ejercitándose con aeróbicos; mientras entretejían historias inverosímiles que justifican la llegada de los Jung, una familia citadina y acomodada, a la remota y campestre provincia. Algunos aseguraban que habían escapado de la capital para escaquear las persecuciones ocasionadas por sus negocios sucios, otros aseguraban que la familia había ganado la lotería, unos más decían que Jiwoo, la hija mayor, era el blanco de la insana obsesión de algún exnovio anónimo que buscaba cobrar venganza. El orgullo de mi madre no permitía ahondar más allá de las habladurías. La reluciente pintura de los muros y el halo palaciego que envolvía a la casona de la esquina habitada por los foráneos, la hacían arder en una envidia que se advertía entre sus miradas arrogantes y en el apodo que les adjudicó a pocos días de su llegada: "los escaladores sociales".
Para todo aquel que no fuera una mujer competitiva y envidiosa, la llegada de los Jung fue como un aliento fresco del mundo exterior. La decoración cosmopolita de sus jardines y de los acabados, deslumbraron a todo el vecindario. Desde entonces Hana y yo pasábamos las noches en nuestra habitación compartida, cavilando el misterio que asechaba su abrupta llegada e imitando sus airosos ademanes, gráciles como los de los cisnes. Era mejor aprender de ellos mientras aún actuaban como forasteros. Si permanecían en aquella casa aún después del verano, sus modos enflaquecerían y serían, indefectiblemente, eclipsados por las manías y los desaires provincianos que nada tenían de espectaculares.
Jiwoo y Hoseok, los dos hijos del matrimonio Jung, se volvieron tan codiciados como las estampillas coleccionables de nuestros pastelillos. En las clases de catecismo se extendían diversos rumores sobre ellos. Se hablaba incansablemente de sus vestimentas, de los colores y los peinados que usaban, las joyas que pendían de sus cuellos o muñecas, la forma desvergonzada e indecorosa en la que tomaban el sol en su jardín delantero, o la manera atrevida en la que Jiwoo había tomado de la mano a un amigo mientras circulaban por el pueblo.
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Blue Souls. || BTS
RomanceLa melancolía es la felicidad de estar triste Relatos breves que buscan diseccionar la complejidad de las emociones y conductas humanas tales como el amor, la felicidad, el desamor, la envidia, el erotismo, la tristeza, la lujuria y la nostalgia. Pe...