17

104 20 118
                                    

Cuando desperté tuve un breve colapso existencial. Las típicas preguntas de: «¿en dónde me encuentro y por qué estoy desnudo al lado de no sé quién?», no llegaron jamás a formularse por completo; ya que los recuerdos entrecortados cayeron en mi mente a manera de una pila de libros sobre un insecto y, a decir verdad, no había nadie durmiendo conmigo.

Lo que quedaba de la mañana del domingo la pasé tratando de recordar cómo era posible haber despertado en casa. Me había levantado del sofá verde pistacho con intriga y una resaca ardiente. En la mesita de la sala había un portaretrato color hueso y adornado con narcisos de cerámica en las orillas. Tras el cristal se encontraba un dibujo de los que había hecho Sam hace unas semanas atrás: era un Filippo de espalda hecho a lápiz. Iba desnudo, y sus glúteos tenían el brillo del agua a la luz del sol. «Eran recuerdos de fiesta, que egocéntrico», dije para mí.

Tomé como desayuno una jarra rebosante de agua. Estaba al borde, con el mal humor de alguien que tuvo una noche eterna de insomnio. Todo a mi alrededor me producía molestia y hasta el más pequeño sonido me desagradaba. Un ejemplo de ello: el tic-tac del reloj puesto en la encimera; dicho aparato fue a dar al fondo de la despensa junto a las latas de atún.

Al rato, después de desayunar,  traté de abrir la puerta de la habitación de Abigail, pero esta tenía seguro. Luego volví al sofá y estuve ahí casi tres horas. Cuando por fin el malestar se fue desvaneciendo, decidí comenzar a leer "Fausto" por segunda vez. Sin embargo, no llevaba ni un párrafo cuando el timbre de la casa sonó.

Dejando el libro a un lado, fuí a la puerta y me encontré con Filippo Lombardi en el umbral. Unos lentes oscuros cubrían sus ojos y, entre los brazos, traía a Napoleón pegado a su pecho. Maldije a los chicos en mi mente por haberse olvidado de nuestra mascota.

—Hola —canturreó Filippo—, he venido expresamente a traer al perro, siéntete afortunado.

Verlo ahí, delante de mí, con sus labios color cereza y su actitud prepotente, me intimidó. Lancé una mirada errátil por la sala mientras lo dejaba pasar, estudiando de forma veloz el desorden que había en la habitación. El chico, que apestaba a alcohol, tenía el cabello enmarañado. Dejó al cachorro en el suelo y tomó asiento. Desvié la vista a nada en específico. Al instante reparé en las fachas que todavía cubrían mi cuerpo: una camiseta y unos shorts cortos de playa.

—Te queda bien ese loock —dijo el chico, dejando los lentes en la mesa y observando mis piernas.

—Oh —dije siguiendo su mirada—. Son tuyos, me los puso Sam anoche... creo.

—Sé que son míos.

Nos observamos dos segundos a los ojos. Él con una sonrisa tentando sus labios, yo con cierto recelo.

—Te los devolveré enseguida —dije con la intención de irme al cuarto a ponerme otra cosa.

El chico soltó aire entre los dientes y dijo:

—No hace falta, Elliot.

Napoleón me olió los pies. Lo tomé entre mis brazos y me senté al otro extremo del sofá, de modo que hubiese bastante espacio entre el otro chico y yo.

—No sabía que a Sam le gustaran los perros —dijo Filippo pensativo—. Tal vez si se sentía solo después de todo.

—El perro es de los tres —dije, acariciando la panza del cachorro.

—Ah, eso tiene más sentido. —Filippo bostezó, quitándose el abrigo que traía encima para luego preguntar—: ¿tienes algo para el dolor de cabeza?

Giré el rostro hacia él. Se le notaba que no había dormido mucho. Sin embargo, aún se le veían los ojos enérgicos. Le dije que le buscaría una tableta y que no se moviera de ahí. Pensé en la erección que tuve la noche anterior por estar viendo su torso desnudo y su entrepierna marcada. Entonces me puse a deletrear palabras en mi mente para que aquello no volviera a ocurrir.

Las curiosas citas de Elliot BécquerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora