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Unas semanas antes de irme a la universidad me instalé Grindr en el móvil. Fue adrenalina pura para mí. Jamás había visto como funcionaba aquel mundo subterráneo donde la lascivia impera, y tanto la gramática como la ortografía, no son tan recurrentes.

Era un lugar en donde las mismas preguntas robóticas iban y venían como pelotas de tenis en un campo minado de imágenes sexuales, las cuales me ponían a sudar las manos y a tragar fuerte.

Al principio envié imágenes de internet porque al parecer había una estúpida regla, estipulada por no sé quién, que consistía en el «Trueque de fotos». Es decir; si querías ver penes o la cara del otro chico, debías enviar una foto tuya primero. Me parecía algo justo, aunque también un tanto estúpido.

Cuando abría Grindr el yo idiota se echaba a un lado, para darle paso a un falso Elliot exageradamente promiscuo. Sin embargo, lo más sorprendente era que no me ponía nervioso cuando chateaba. Deduzco que fue porque me oculté tras una pantalla, casi anónimo, protegido a la vez por las paredes de mi casa.

No coloqué ninguna foto en mi perfil, creo que por miedo a que me juzgaran, hecho que me atormentó en más de una ocasión. No obstante, hubo un día en el que me arriesgué enviando una foto de mi cara -y también de mi paquete- a un usuario con el que hablaba. Al final era un señor amable que no sabía escribir bien. Me dio más pena que morbo y de inmediato dejé de hablar con él.

Aprendí dos cosas interesantes sobre la aplicación: la primera era que cualquier intento de mi parte por llevar una conversación fuera del ámbito sexual sería un fiasco en la mayoría de los casos. Y la segunda era que habían muchos heterosexuales llevando una vida oculta, puesto que me topé con muchos de ellos.

También hubo una vez en la que un chico cuestionó mi búsqueda de una conversación amena. Me dijo que estaba en el lugar equivocado porque: «Todos sabemos a lo que venimos aquí, no te hagas el idiota».

La verdad me puse a pensar en ello bajo las almohadas, lo que produjo el temor de que mi alter ego llevara a cabo un encuentro, por esa misma razón no utilicé la aplicación por el resto de los días que estuve en casa de mis padres.

Entonces, lo que quedó del verano transcurrió como si el temor por irme de la ciudad lo impulsara a ir cada vez más deprisa, y así el destino podría mostrarme una tortura en forma de obligaciones, para aprender en carne propia como funcionaba la vida real de un universitario.

Si pudiera ir al pasado le daría una bofetada al niño que fui por decir idioteces como: «¡Quiero hacer lo que hacen los adultos!» O sea, no nos engañemos, nadie quiere vivir atosigándose en responsabilidades. Si me lo preguntan, trataré de extender la vida de estudiante lo más que pueda, porque todavía no me apetece pertenecer a ese grupo de gente entristecida que no consigue empleo.

En cualquier caso, preferiría estar en la universidad por el resto de mi vida que pertenecer a ese otro grupo de gente que intenta vivir por medio de la vida de sus hijos. Como por ejemplo: el papá de Abigail, quien puso en los hombros de su hija su sueño frustrado de ser abogado.

-Igual es una carrera que me gusta, estoy hecha para ella -dijo Abi tras meterse un bocado de lasaña en el almuerzo de despedida que organizaron ambas familias a finales de agosto.

En realidad pareció que vitoreaban el destierro de alguna plaga que carcomía sus hogares, porque esa misma mañana mis padres compraron un televisor enorme con la intención de colocarlo en mi cuarto y convertirlo en una habitación para fines ociosos.

Hasta Octavio había conseguido con uno de sus raros amigos una mesa de pinball para instalarla ahí también; y Gus, como siempre, solo observaba curioso lo que hacían los demás.

Las curiosas citas de Elliot BécquerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora