Conducía, ¿dónde iba? Pocos kilómetros le separaban de aquel centro de salud mental donde acudía asiduamente para visitar a alguien especial que encerrada en una habitación se hallaba. Mientras avanzaba en su camino, Alberto admiraba el asfalto, aquellas líneas blancas que consumían sus ojos, una tras otra, manos apretando el volante, un recuerdo sobrevoló el reseco paisaje que le rodeaba. Lo impregnó de sombras, grisáceas ellas, teñían la poca luz que bañaba los campos. Oscurecía el camino, parecía que iba a llover.
En aquel piso, sentado frente al televisor, estaba él. Lo miraba, apático, apenas mostraba interés por lo que emitía o, mejor dicho, de lo poco que se veía, ya que estaba algo cascado. En alerta, esperaba el momento en que Pablo saliese de su habitación, donde llevaba casi todo el día encerrado. La puerta de su habitación crujió, los ojos de Alberto apuntaron hacia el pasillo que llegaba hasta ella. Fuerte portazo, se puso en pie, se preparaba. Del pasillo, salía un joven y demacrado Pablo, cabello corto, delgado, espigado y con unas enormes ojeras que teñían de gris sus preciosos ojos. Su cabeza cubierta con un gorro de lana. Al ver a su padre ante él, cortándole el camino, comenzó a dar pequeños saltos, nervioso, resoplando, negando con la cabeza, abriendo y cerrando las manos.
⸻Papá, por tus muertos, déjame salir o no respondo, te lo juro por la gloria de la abuela.
⸻No vas a ir a ningún lado, Pablo. Que te quede muy claro. De aquí no sales.
⸻¡Que me dejes salir, hostias! ⸻Pablo agarró un jarrón y lo lanzó contra el suelo, de manera violenta. Comenzó a dar vueltas por el salón, mientras Alberto se mantenía firme, tratando de no perder el control⸻. ¿Qué demonios te pasa? ¿Qué os pasa a todos conmigo? Me tratáis como si fuera un apestado.
⸻Hijo, hacemos lo mejor para ti. Aunque no quieras verlo.
⸻¡Y una polla! Mira, como no me dejes salir, salto por el balcón. No sería la primera vez.
Corrió hacia el balcón, tratando de cumplir con la amenaza, pero al llegar, se topó con que su padre había puesto un candado a la reja que separaba el salón del mismo, de la cual solo él tenía llave. Rabioso, dio dos fuertes patadas contra una silla, se volvió contra su padre, que allí continuaba, manteniéndole la mirada, aquella tan cruel, tan oscura, aquellos dientes apretados, ese rostro que nunca Alberto pudo borrar de sus recuerdos más íntimos, aquellos ojos llenos de ira, de rabia.
⸻Hijo, no vas a salir. No porque, si lo haces, irás a meterte más mierda de esa. ¿No lo ves, hijo? Te tiene dominado.
⸻¿Y qué vas a hacer, papá? ¿Convertirla la casa en una cárcel? ¿Tratarme como tratáis a los presos en vuestros sucios calabozos? No eres más que un instrumento de represión del estado, un puto fascista de mierda.
⸻¡A mí no me hables así! ⸻Hacia él dio un brinco y abofeteó su rostro, con bastante fuerza, tanta que al suelo cayó un frágil Pablo, que se levantaba despacio, a la vez que Alberto cerraba los ojos, entendiendo que obró mal⸻. Hijo, perdóname, no quería...
⸻¡Vete a la mierda, opresor! ⸻Dando un empujón a Alberto, desplazándolo unos pasos hacia atrás, casi colisiona contra un mueble, Pablo se alejó camino de la puerta⸻. No trates de buscarme. No trates de hacer nada por mí. Tú ya no eres mi padre. Púdrete.
Crueles palabras, que penetraron en el corazón de Alberto, impotente, viendo como Pablo finalmente se salía con la suya y marchaba de casa, dando un fuerte portazo. Aún retumbaban en su cabeza, mientras a la realidad retornaba, admirando como volvía de nuevo a esa carretera. Sus ojos se habían llenado de lágrimas, que secaba pasando su brazo por ellos.
Por fin llegó a su destino. Se adentró por los tristes pasillos de aquel centro, admirando a esos pobres pacientes que por allí deambulaban, junto a enfermeros, psiquiatras o celadores, quienes los acompañaban en su discurrir, miradas perdidas, caminar despacio, torcido, triste. Leve suspiro, Alberto se prendió un cigarrillo, tratando de evitar aquellas escenas, pero era algo a lo que estaba acostumbrado, pues es lo que tenía que apreciar cada vez que frecuentaba dicho lugar. La doctora Mercedes Cruz se acercó a él, cuando le vio. Carpeta en mano, ella algo mayor, experimentada, muchos años cuidando de aquellos pacientes, esbozó una tímida sonrisa y le recordó que, pese a no estar prohibido, mejor que no fumase, haciendo un gesto con sus manos.
⸻Lo siento, doctora. Es que...no logro acostumbrarme.
⸻Yo se lo agradezco, señor Ruz. ⸻Se acercaba. Se daban la mano, cordialmente⸻. Vamos, acompáñeme.
Caminaron por los pasillos, camino a la segunda planta. Por aquellos pasillos, más de lo mismo, acompañado de gritos, llantos o risas. Era peor que atravesar un rosal lleno de espinas descalzo, al menos para Alberto.
⸻Dígame, doctora, ¿cómo ha pasado estas últimas noches?
⸻Por lo general, podemos decir que tranquilas. Aunque lo peor es cuando le vienen momentos de lucidez. Hemos tenido que subirle la dosis en calmantes.
⸻Maldita sea, joder.
⸻No se lamente, señor Ruz. ⸻Calmaba Mercedes, deteniéndose ambos a las puertas de aquella habitación, la número doscientos tres, donde ella se encontraba⸻. Es muy normal en pacientes como ella experimentar este tipo de actuaciones. Ahora está bajo los efectos de las medicinas. Ya sabe...
⸻¿Cuándo cree que podrá volver a ser como antes? Hábleme con total franqueza, doctora.
⸻No es algo a lo que podamos poner fecha, señor Ruz. ⸻Mercedes apoyaba su mano en el hombro de Alberto que, mirada al vacío, resoplaba, cerrando los ojos, algo triste⸻. Hacemos todo lo que en nuestra mano está, es algo que le aseguro, pero los avances, por el momento, no son los esperados.
⸻Doctora, lleva encerrada en este centro casi seis meses. No puede decirme que no se han hecho avances.
⸻Su esposa sufre un shock muy severo, señor Ruz. Los doctores le han hecho pruebas, de todo tipo, pero no saben el alcance que puede tener. Yo le prometo que nos estamos dejando el alma por ella, igual que por todos quienes bajo nuestro techo están, pero le pido, una vez más, que tenga paciencia, señor Ruz. No es fácil.
⸻Doctora, ¿mi mujer volverá a ser la misma de antes?
⸻Hemos tratado a numerosos pacientes con patologías parecida a la de Elsa, y le aseguro que muchos de ellos han recuperado su vida, aunque bien es cierto que debe estar preparado para lo que acontezca, señor Ruz. ⸻Mercedes ahora acariciaba el rostro de Alberto, con afecto. Él asentía levemente, ante aquel pequeño hilo de esperanza que la doctora ponía ante sus ojos⸻. Ahora, entre ahí dentro y dele todo el amor que pueda. Le ayuda mucho que usted venga a verla.
Mercedes marchó, sin dejar de mirar desde la distancia como Alberto, tras un suspiro, abrió la puerta de aquella habitación. Ante sus ojos, sentada en aquella cama, pijama blanco, paredes cubiertas de gomaespuma, se encontraba Elsa, su esposa. Pelo corto, mirada perdida, sonriente, mientras en sus manos sostenía un muñeco de bebé. Lo mecía, con cariño. Caminó hacia ella. Se sentó a su lado.
⸻Hola, cariño. ⸻Le besó en la mejilla, llamando su atención, volvía su mirada hacia él⸻. ¿Cómo estás, cielo?
⸻Cariño, ya has vuelto. Una dura jornada de trabajo hoy, ¿no?
⸻Sí, como siempre.
⸻Tienes la cena en la cocina. Ahora te la sirvo. Voy a terminar de dormir a Pablito. ⸻Mostraba aquel muñeco a Alberto, que sonreía tímidamente al verle, sin poder apartar su triste y temblorosa mirada del rostro feliz de Elsa⸻. Mira, está ya muy grande. Mira, Pablito, es papi. Ya ha venido.
⸻Hola, pequeño. ⸻Alberto dio un beso en la mejilla a aquel muñeco. Luego, otro a Elsa, efusivo.
⸻Hoy ha llorado menos que ayer. Ya está mucho mejor. ⸻Elsa trataba de ponerse en pie, pero Alberto la detuvo⸻. Oye, que tengo que servirte la cena. Coge tú a Pablito de mientras.
⸻No tengo mucha hambre, Elsa. Mejor, quedémonos aquí, los tres, juntos. ⸻Elsa sonreía, con una mueca de felicidad que no admiraba en ella desde hacía mucho tiempo, lo que le hizo emocionarse⸻. No sabes cuánto te necesito, cariño. Cuánto te extraño. La casa se me cae encima sin ti. Tienes que volver a ser tú, cariño.
⸻Oh, no te pongas triste, amor mío. ⸻Elsa acariciaba el rostro de Alberto, con ternura. Luego volvía la mirada al muñeco⸻. Pablito, dile algo a papi, que esta triste.
Alberto abrazó a Elsa, con cariño. También a ese muñeco, al que volvía a besar. A su lado permaneció hasta que la noche comenzó a oscurecer las últimas claras del día, momento en el que Elsa durmió, él aprovechó para marchar. No sin antes echar una última mirada a su esposa, dormida, feliz, abrazada a ese muñeco a quien llamaba Pablo, como su hijo. Como anhelaba que aquello fuera realidad, como deseaba volver a esos tiempos.
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EL UNDECIMO MANDAMIENTO
Misterio / SuspensoSevilla, 1984. Alberto Ruz es un ex policía que ha perdido todo cuanto le rodeaba en la vida. Una vida que una vez fue feliz. Nada tiene que perder. Ha decidido actuar en consecuencia, contra el enemigo al que culpa de sus males, tomándose la justic...