1. Fatalidades.

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Muy temprano como era su costumbre Don Agustino se vistió, rasuro su escasa barba y perfumó, impregnándose de un fuerte aroma a eucalipto; buscó una lámpara de gas que alumbrara el sinuoso camino mientras preparaba los rubros para llevarlos al mercado con los primeros indicios del Alba. Preparó café y coció los víveres que su nieta comería como desayuno. Esa mañana el pueblo de Puerta del sol había recibido los primeros rayos de astro rey sumergido en un terrible frío. La niebla cubría el firme de la montaña y la gélida brisa gobernaba la planicie. Mientras alimentaba a los pollos antes de irse a vender verduras golpeo la ventana de rustica madera que pertenecía a la alcoba de su nietecita. Aunque ya no era tan pequeña, él la seguía viendo como una bebe. Micaela era una "jovencita" según ella, pero seguía siendo igual de curiosa e impetuosa que una niña, además sólo tenía trece años. No era tan "grande" según el abuelo. A pocos minutos la muchacha despertó y empezó con su día.

Mientras su nieta trajinaba en la cocina, Don Agustino se despedía encendiendo la vieja camioneta roja (seguro más antigua que él) donde llevaría sus rubros al mercado. Emprendió su camino por la carretera principal, bajando del cerro hasta llegar al valle de Rosales. En las calles había mucho movimiento, pues todos en Puerta del sol despertaban antes que los gallos cantaran, eran un pueblo movido por la agricultura y el turismo. Ambas cosas necesitaban mucho trabajo y devoción. María Jesús, la costurera, colgaba sus confecciones a las afueras de su local; el señor Maximiliano y su nieto Fran preparaban la carne para la venta y Juana hacía fila para comprar el mejor filete y servirlo en su restaurante. Todos se movían de un lado a otro; que si llevar los niños a la escuela, que si vender o comprar verduras en el mercadillo. Rosales era el centro del pueblo: allí estaban las tiendas más grandes, el mercadillo, la gran iglesia de San francisco de Asís y la escuela María auxiliadora -donde asistía Micaela-. Pero el gran mercado de verduras y suvenir estaba a media hora más de allí, se encontraba en el Maizal otro poblado pequeño, pero más cerca de la autopista. Allí se dirigía el abuelo.

Continúo por la carretera, viendo pasar plantaciones de limoneros y naranjas, algunas fincas ganaderas, y uno que otro cultivo de arroz. Para el no había mayor deleite. Aquella brisa mañanera cargada de tropicales fragancias, aquel sabor a tierra y café, verdadero sabor a campo dominicano. Toda su vida la había hecho allí, entre el pasto y el orégano, en el helado río y la montaña con aroma de cerezas. El nació ahí, pues ahí moriría.

Al llegar al mercado se dispuso a bajar los canastos de verduras y víveres que tenía como mercancía. Logró divisar una cabellera salvaje y rubia que corría zigzagueando por entre las personas. Sólo podía ser Tomas, su ayudante y el más inteligente de todos los muchachos en aquel pueblo.

Tomas con tan solo catorce años había terminado la preparatoria, siempre con el mejor promedio de la provincia, pero con una de las familias más pobres y el mísero apoyo de los políticos era sin duda otros de los prodigios dominicanos condenados al olvido. Aquel joven de cabellos rubios y rizados, ayudaba en el local a Don Agustino desde de los doce años. El conocía todos los achaques del viejo, más todas las deudas del negocio. A sus quince años se podía decir con gran orgullo que era un joven decente, porque como pasa en todo lugar que concurrido, buenas costumbres, quedaban pocas en Puerta Del Sol.

Cada lugar tiene sus luces y sombras. Y el último tiempo las sombras gobernaban el pueblo, era un secreto a voces que la corrupción había consumido a los más jóvenes y que la perversidad andaba en muchos de los viejos. Don Agustino tenía muy pocas personas de confianza por eso mismo, pues desde que Puerta Del Sol se convirtió en un lugar turístico "las mañas de ciudad" como él suele decir se colaron por cada resquicio. Los bares se llenaban más que la iglesia, los clubes y hoteles se hicieron populares en muy poco tiempo, pero lo más odiado por las comadres eran los vicios. Aunque no fuera divulgado a viva voz, entre murmullos todos sabían la verdad. El pueblo una vez fue un lugar de paz, ahora era un simple lugar movido por el dinero y las fiestas.

En medio de esas cavilaciones Agustino Pérez siguió con su mañana. Vendiendo jitomates y puerro, plátanos, huevos y yuca, entre otras cosas. Por suerte la movida economía mantenía al mercado del Maizal en todo su esplendor y todo tipo de clientes entraban al local de Agustino, para luego salir bien satisfechos de su compra.

Todo estuvo muy tranquilo hasta que el reloj marco las nueve, al ver esto el señor Pérez suspiró cansado y le pidió a Tomas que se mantuviera en silencio mientras las "visitas" estuvieran husmeando el local. Poco tiempo después tres señoras ataviadas en floreados vestidos y coloridos sombreros entraron al comercio, eran como las llamaba Pérez "las reporteras del barrio". Todos los días sin falta la señora Gertrudis junto a sus dos primas, Magdalena y doña Abril de Torres, invadían con sus chismes de mala muerte el comercio de Agustino. Tomas sabia por la coquetería que la señora Gertrudis mostraba al conversar con Don Agustino, que las intenciones de aquella viuda eran conseguir un tercer marido. En cada una de esas visitas el dueño de la tienda perdía más de su divina paciencia, por lo cual en sus rezos de cada mañana siempre rogaba para que esa fastidiosa señora se mudara a Japón o mejor a la Atlántida. Pero como todo caballero le sonreía a sus chites sin gracia y se mostraba más tajante que cortes. Pero ¿Quién le daba importancia?

Ese día una intrusa llamada interrumpió tan "amena" charla, extrañado al escuchar el repiqueteo de su teléfono celular Don Agustino se despidió de aquellas señoras y prosiguió a contestar. Para él era muy extraño aquello, ya que era un hombre con muy poco interés en la tecnología por lo cual siempre cargaba consigo un vejestorio de aparato para comunicarse en emergencias. Su número telefónico sólo lo tenían tres personas: su hija Jimena -esta vivía en Santo Domingo-, su nieta Micaela y la directora del colegio María Auxiliadora. Angustiado contesto, esperando que nada de gravedad hubiese ocurrido.

-Buenos días señor Agustino, soy la madre superiora sor Azucena Batista, directora del colegio María Auxiliadora.

-Buenas, ¿podría decirme para que soy bueno?

-Lamento comunicarme con usted bajo estas circunstancias, pero me apena informarle que su nieta Micaela ha sufrido un accidente...

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