Bigotes

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Bigotes no era más que un gato peludo y malhumorado de ojos verdes y nombre poco pensado, que dormía tranquilamente en la calle en un pueblo casi sin habitar. Su pelaje era largo, pero no disimulaba lo escuálido que estaba.

Algunas personas del pueblo pasaban de un lado para otro delante de él, pero ninguno se acercaba a molestarlo. La mayoría ya sabían lo antipático que era, así que optaban por alimentar a otros gatos más bonitos, graciosos y simpáticos que él.

Esto a Bigotes no le importaba. No necesitaba restregarse contra nadie para que le diera comida, solo tenía que encontrar una presa y cazarla. O, al menos, eso es lo que le gustaría, claro, porque lo cierto era que, hasta ese momento, no había conseguido cazar ni siquiera un gorrioncillo.

Su encogido estómago rugió por décima vez aquella mañana y se despertó. De repente, como por obra del destino, vio justo delante de él una gran rata marrón. Estaba olisqueando detrás de un contenedor de basura a un par de metros de distancia, ajena totalmente a la mirada atenta del gato.

Bigotes se preparó, se puso de pie sigilosamente y, sin despegar la mirada de su nueva presa, comenzó a acercarse. Poco a poco, con cuidado...

Y entonces una señora gritó a su lado.

— ¡¡Un ratón!!

Ambos miraron a la señora, que se tropezó del susto con sus propios tacones y se cayó al suelo, pero la rata fue la primera salir corriendo, aún sin darse cuenta de que Bigotes la observaba.

Él no se podía permitir perder esta oportunidad, así que reunió todas sus fuerzas y echó también a correr. Persiguiendo a su objetivo, se dio cuenta de que cojeaba de una pata, así que aceleró el paso y redujo las distancias entre los dos.

La rata no tardó demasiado en darse cuenta de que estaba siendo perseguida y, en cuanto lo hizo, aceleró el paso como buenamente pudo, aunque la distancia entre presa y depredador se iba haciendo más corta por momentos y no había nada que pudiera hacer para evitarlo.

Cruzaron calles y calles hasta que por fin Bigotes la alcanzó. Pegó un zarpazo en dirección a la rata, la empujó hacia un lado, abrió la boca para poder morderlo y, de repente, otro gato más ágil que él se abalanzó sobre su presa, robándosela. Se trataba de un gato negro, muy distinto a él. Se notaba que tenía mucha más experiencia cazando y viviendo en las calles.

Bigotes bufó, pero no sirvió de nada. Ya no tenía nada que perseguir y se estaba quedando sin fuerzas, así que salió del callejón en el que había terminado y comenzó a vagar por las calles.

El olor a pan recién hecho inundó su nariz. Eso hizo rugir de nuevo su barriga y entró por la puerta abierta de aquella desconocida panadería.

— Pero, ¿y este gato? —exclamó el panadero, que justo sacaba el pan a la tienda—. ¡Sal de aquí, bicho! Dios santo, con lo sucio que está... ¡Fuera, fuera!

El señor le pegó una patada a Bigotes, quien, asustado, salió corriendo de allí sin probar bocado.

Caminó lentamente por las aceras, con la mirada gacha, de vuelta a casa sin comer un día más. Y, tras unos minutos caminando, llegó. Una pequeña casa de campo amarilla, con el jardín bastante mal cuidado y la entrada llena de telarañas. Nadie cuidaba ya de aquel lugar.

Bigotes maulló con fuerza delante de la puerta para que le abriesen, pero nadie salió. Ya no había nadie que le pudiera abrir. Resignado, aunque gruñendo en desacuerdo, se tumbó en el felpudo, al lado de su viejo cuenco de comida vacío, y se volvió a dormir.

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