Me puse de pie. Busqué en silencio mis zapatos, escondidos de bajo de sobresalto un poco. Retomando el ritmo, me pongo mis zapatos y me apresuro a salir de la habitación. Llego rápidamente al vestíbulo, con los enormes ojos del Búho sobre el reloj observándome. Pronto darán las 12. Me arrodillo frente a la puerta y quito un pasar de entre mis cabellos. Maniobro un poco con la cerradura, mis manos recordando los movimientos practicados justo a tiempo para que suene el clic de apertura al tiempo que el repiqueo del reloj anuncia la medianoche. Una vez fuera, no hace falta ser silenciosa.
Corro por el camino que me separa de la reja del patio, el candado venciéndose con tan solo un pequeño esfuerzo, liberándome, permitiéndome llegar a los brazos de mi amado.
Él me recibe, sonriente, sus manos sostienen mi rostro mientras me besa. El beso prohibido. Lo he extrañado tanto. Él me dice lo hermosa que soy, la luna como único testigo de nuestro amor. Me jura que sus padres lo obligaron a pasar todo el baile de ayer con la hija rica de un mercader visitante, y me jura amor eterno a mi y solo a mí. Lo callo con un beso. Yo sé todo eso. Nuestro amor no puede ser, pero somos lo suficientemente listos para evitar el destino, aunque sea solo en noches robadas. Me dice que me ama, que no habrá nadie más que yo. Lo abrazo, con el corazón lleno de dicha por sus palabras, por sus besos amorosos.
Me cuenta sus secretos al oído, me dice el futuro que tendríamos juntos. Le digo cuanto lo amo, lo que daría por ser tan rica como la hija del mercader. Entre abrazos y caricias, nos despedimos, prometiendo volver a vernos en tres días.
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Medianoche, mediodía
Historia CortaLa oscuridad es seductora. Pero, ¿qué pasa si lo oculto sale a la luz?