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—Hola, soy Saskia y me enamoré de alguien por internet.

De acuerdo, lo acabo de decir frente a diez personas desconocidas.

Mi mayor secreto.

Mi mayor problema.

La líder asiente con comprensión.

—Eso es algo tan serio como las razones por las que cada quien está aquí —dice, y luego añade como una estúpida sectaria para animarme a continuar—: Te escuchamos, Saskia.

Maldigo internamente por haber aceptado estar en ese grupo de apoyo de la universidad.

Me siento ridícula, nerviosa y estúpida sentada en ese círculo de sillas a lo Bajo la misma estrella.

Y lo peor es que todos me miran fijamente, muy interesados en el nuevo chisme, casi ansiosos.

Levantarme y correr de ahí ya no es una opción.

—¿Fueron novios? —pregunta de nuevo la líder tras mi silencio, terapéutica.

—No —respondo luego de tragar saliva—. Él... siempre me tuvo en la friendzone.

A alguien del grupo se le escapa una risa burlona.

—Qué triste, por eso se ve destrozada... —murmura no sé quién.

Genial, soy la payasa de un circo.

Aunque Olive, la líder, les dedica una mirada asesina, y luego me echa una mirada suave a mí. El cambio es tan brusco que me daría risa de no ser porque estoy al borde de un colapso histérico.

—¿Nunca estuvieron juntos como una, ya sabes, pareja? —sigue preguntando ella.

Como está sentada a mi lado y la verdad es que además de ser la líder es mi mejor amiga, me inclino un poco para susurrarle:

—Me quiero ir.

—Te quedas en esta mierda y punto —me susurra de vuelta, rápido y con mucho cuidado. Después vuelve a animarme—: Por favor, continúa.

Demonios, ¿cómo la he dejado convencerme?

Cada músculo de mi cuerpo está rígido, hasta me estoy estrujando los dedos, porque jamás he hablado de esto con nadie.

—Es que nunca lo conocí en persona —digo tras un momento, con la respiración medio cortada—. Vi sus fotos, hicimos algunas videollamadas, hablamos por llamadas normales todo el tiempo, pero nunca tuvimos... contacto físico.

—Sin ñiqui ñiqui no hay conexión... —susurra alguien del grupo a quien evito mirar para no llorar de vergüenza.

Olive la ignora.

—¿Y por cuánto tiempo estuvieron hablando? —pregunta también.

—Un año y seis meses —confieso—. Todos los días.

—¿Y aún hablan?

—No.

—¿Por qué no? —sigue Olive.

—Bueno, no ahora... es decir, a veces él...

—¿Te habla y se va? —resopla una chica en una interrupción a mis titubeos—. Me la conozco.

Me quedo callada, sintiendo de todo menos comodidad o ganas de explicar las razones.

De hecho, se me hace un nudo en la garganta. Sé que se nota mucho en mi rigidez y tal vez también en mi cara, y a su vez, mostrarme vulnerable también me molesta.

El caos que somosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora