8: brujas de luna azul

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En compañía de Jean y de regreso por las mismas calles, fuimos tocando las puertas de las casas para pedir dulces

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En compañía de Jean y de regreso por las mismas calles, fuimos tocando las puertas de las casas para pedir dulces. Varias veces nos dieron caramelos y chocolates a los tres, al estar disfrazados y tener poca estatura creía que Boo y yo éramos dos niños más. La primera vez quise aclararle a vieja señora que lleno nuestra mochila que solo andábamos acompañando al niño y devolverle todo, pero un pellizco sobre la piel de mis costillas me retuvo.

―Muchas gracias señora, feliz noche de brujas― desplego una dulce sonrisa.

Yo me aguante el chillido de dolor hasta que la puerta fue cerrada, y de manotón hice que me soltara.

―Eso estuvo muy mal, no debemos aprovecharnos de que parecemos niños.

Resoplo.

―Nadie sabe que somos nosotros, además Jean no nos delatara, ¿Verdad, Jeancito?

Pestañeo repetidas veces.

―Sí, pero deben darme veinte cocholates a cambio.

―Niño extorsionista. No te daré nada.

―Tranquilo, yo te daré mi mitad.

Este le saco la lengua a su prima y me abrazo.

―El sí es bueno, no como tú.

―Eh, aléjate de Jonás, yo lo vi primero―lo aparto de un jalón, mirándolo desafiante enganchó su brazo con el mío. Que altanera―. Es mi pancito dulce, búscate el tuyo.

Me golpee la frente.

―Que no soy un pancito dulce, caramba.

[...]

Terminamos el recorrido cuando no hubo donde más meter tantas chucherías, y decimos que era hora de ir a la feria. La madre de Boo y su tía nos esperaban allá. Debíamos caminar unos veinte minutos por la lejanía, siguiendo por la parte del pueblo menos habitada, y en la que solo se veían los árboles enormes a cada lado de la carretera iluminada por farolas amarillentas. La caminata a esas horas era tranquila, no circulaban autos ya que la mayoría de personas se encontraban reunidas en nuestro destino y solo los grillos nos acompañaban con su serenata.

― ¿Quieren que les cuente una leyenda?―pregunto cuando las ramas de los arboles dejaron de cubrir la vista al cielo.

La luna brillaba como un enorme faro, reflejando su luz sobre las enormes montañas que se divisaban en la lejanía.

―Si me da miedo le diré a la tía May―advirtió el chiquillo que se comía un chocolate.

―No me gustan las historias de miedo. Además, no quiero asustar a Jonás.

―No soy tan gallina.

―Si lo eres―contradijo, me dio un empujoncito―. Vamos, déjenme contársela, aún falta mucho por caminar y es aburrido no hablar de nada.

Entre hojas secas y copos de nieve | Libro IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora