CAPÍTULO I
En un lugar de Chicago, dos damas, muy nobles, discutían la situación del orfanato: Hermandad que administraban con mucho esfuerzo.
─Hermana Margaret, estoy muy preocupada; apenas si nos alcanza para los gastos. No creo que nos alcance para la cena del Día de Gracias, no tenemos benefactores después de esta guerra tan devastadora ─lo decía con un nudo en la garganta, y una inmensa tristeza en su corazón.
─Madre Catherine, no se aflija. Sé que Dios nunca nos desamparará. Algo podemos hacer para salir adelante por nuestros niños. Mire, se me ocurre ¡¿Por qué no?! Hacer nuestras ricas galletas y salir a venderlas, creo que tenemos harina, avena, azúcar, pasas y la leche que nos provee el señor Stevens.
De tras de la puerta, se encontraba una bella joven de 17 años, de cabellera rubia cobriza (larga y rizada), a quien sus ojos grandes y verdes, como las esmeraldas, se les llenaron de lágrimas, luego de haber escuchado a sus madres; pues, así las considera. A ella nunca la adoptaron. En una ocasión, una familia acaudalada la había elegido para ser dama de compañía de su hija; pero, fue un infierno para Darla. Le hicieron la vida cuadritos, al grado de hospedarla en un establo junto a los caballos. Fue algo muy cruel para ella, hasta que el padre de los chicos decidió mejor regresarla al orfanato. No podía seguir permitiendo que sus hijos la tratasen así. Limpiando sus ojos para que sus madres no se dieran cuenta de que había oído todo, tocó la puerta.
─Pase ─dijo Margaret.
─Madre, vengo para avisarles que ya los niños cenaron. Los ayudé a lavarse los dientes, a ponerse sus pijamas y les leí un cuento, ¡se han dormido! También, limpié la cocina, ¿en qué más puedo ayudar?
─Hija, ya has ayudado bastante. Te miras cansada, ve a descansar. Mañana será otro día. Anda, hija, ve y descansa.
─Está bien, hermana Margaret y madre Catherine, buenas noches, que descansen.
La joven rubia se fue a tomar un baño y se puso su pijama desgastada, era la única que tenía. Ya estando recostada, empezó a llorar. Se sentía impotente, quería ayudar más a sus madres. En verdad, estaban pasándola muy mal. Los pobres niños solo habían cenado un pedazo de pan y una taza de leche tibia.
<<Dios>>, se decía a sí misma, <<dame fuerzas para salir adelante. Nunca te he pedido mucho, sé que el día de Acción de Gracias será, muy, muy difícil; pero, tan solo pensar que mis hermanos no tendrán una digna cena y un pequeño regalo en Navidad... ¡Oh, Dios mío, no lo permitas por favor!>>, lloró amargamente.
Después, se quedó profundamente dormida.
A la mañana siguiente, después de desayunar, continuaron con sus actividades. Ya la hermana Margaret y la madre Catherine tenían las galletas listas, envueltas en papel celofán, acomodadas en una canasta. Cuando estaba Margaret dispuesta a salir a venderlas, Darla se acercó y le dijo:
─Deme eso, ¡yo iré a venderlas!
─¡Pero, hija!
─No madre, yo iré y no diga nada ─determinó, tomando la canasta, se fue al pueblo de Lakewood a venderlas.