IV
Darla se sentía un poco adolorida, Cedric se había movido al asiento trasero para cuidar de ella. Amore, ni se diga, se encontraba casi encima de la rubia, acariciándola. En eso, ella habló:
─No tiene que hacer esto, señor. Ya me siento mejor ─expresó, pues, sentía un poco de vergüenza por lo ocurrido.
─No diga eso señorita, y por favor: no me llame señor. No soy tan mayor, apenas cuento con 25 años.
─Disculpe, no le quise ofender. Lo digo por educación. Es que no quiero que se entretenga más. Veo que viene con su pequeño hijo, y no quisiera que su esposa se preocupara por ustedes al no llegar a tiempo a casa.
El pequeño Cedric soltó una sonora carcajada.
─No es mi papá, él es mi tío Alexander; pero, es como si lo fuera porque se ha hecho cargo de mí, después que fallecieron mis padres ─explicó, poniéndose un poco triste.
─Oh, perdón. No quise...
─No se preocupe, señorita.
El Dr. Alan Clark revisó a la joven dama y gracias a Dios no había sido nada grave. Solo, había sido un susto y un pequeño raspón, en el borde de la frente, que le limpió y, luego, cubrió con una curita.
Alexander insistió en llevarla hasta donde ella vivía, se dio cuenta de que carecían de muchas cosas. Miró los trapos desgastados y botas viejas de Darla, quien sintió una gran tristeza de ver como la guerra afectó a demasiada gente.
Ellos, los Ferguson, habían perdido varias propiedades; sin embargo, todavía poseían algunas.
Cuando Alexander se retiró de aquel lugar, se fue pensando lo que la joven rubia le contó. Que vivía allí, en el orfanato. Ella apenas llevaba la mitad de su carrera de enfermería, la cual dejó a causa de la guerra. Tuvo que regresar al orfanato para ayudar a sus madres, como ella les llamaba.
La gripe les había pegado fuerte y ahí no contaban con doctores, ni enfermeras, así que asumió su papel de practicante. La Gran Depresión afectó al orfanato, pues ya no tenían benefactores.
Darla les dio el dinero de la venta a las reverendas. No era mucho, el joven Ferguson le había querido dar más por sus galletas; pero ella no quiso aceptar.
─Hija, me preocupa que te pase algo más. Mira por lo que pasaste hoy ─comentó Catherine.
─No se preocupe. Hoy fue una pequeña imprudencia de mi parte, pero no volverá a suceder.
─De seguro, ni has probado un bocado. Ven, te daré una taza de chocolate tibia y un pedazo de pan ─dijo Margaret.
Después de cenar, Darla tomó un baño y se dirigió a su cama para poder descansar un poco. Nada más pensar que cada vez se acercaba más la Navidad, se le oprimía el corazón. Salió, sin que nadie la viera. Estaba muy fría la noche, se fue a refugiar a su árbol favorito y se dejó caer de rodillas, llorando sin cesar. Sentía una gran tristeza y desesperación al no poder ayudar a sus madres y a los niños.
─Dios ─suplicaba─, no me abandones en estos momentos. Dame fuerzas y una luz de esperanza para salir adelante.