Lakewood.
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Darla se había instalado en una esquina de la carretera principal.
En donde pasaba más gente, era en el centro de Lakewood, pues era un pueblo muy chico y nada más contaba con unas cuantas tiendas de ropa. También, estaba el gran mercado de abarrotes llamado: Lakewood, el más grande, ya que contaba con todos los artículos para la cocina y el hogar.
Cuando veía uno que otro carruaje o carro, se acercaba a ofrecer las galletas. Se había puesto un vestido largo, desgastado y sus botas viejas, un poco rotas en las orillas; además, un viejo saco grueso, una bufanda, guantes y un gorro que ella misma tejió. Pues, nada más tenía tres cambios de ropa.
Alexander y el pequeño Cedric ya se encontraban dentro del mercado, llevaban dos canastas llenas de víveres para la celebración del día siguiente y habían comprado el árbol de Navidad. Lo tuvieron que amarrar arriba del coche porque era grande.
Se disponían a regresar; pero al momento de Alexander pasar por la calle principal, una rama del árbol cayó en el parabrisas del auto que estaba manejando, por lo que no vio cuando Darla se acercaba hacia el coche para ofrecer las galletas.
En un abrir y cerrar de ojos se oyó un estruendo. Alexander, inmediatamente, frenó, preguntando al pequeño Cedric si se encontraba bien, quien le respondió que sí.
No obstante, vio a una persona caer a un costado del carro, por lo cual se bajó del auto. Lo que vio, lo dejó atónito.
Era una hermosa rubia de cara angelical, con pecas en su rostro y cabellos largos (ensortijados). Se acercó a ella, rápidamente; pues estaba tirada en el suelo.
─Señorita, señorita, ¿se encuentra bien? Contésteme por favor.
La rubia abrió los ojos, encontrándose con unos ojos azul cielo. Por un momento, pensó que había muerto y estaba frente a un ángel.
Cuando Alexander vio los ojos de la rubia, quedó hechizado al instante; pues, eran grandes y verdes como las esmeraldas.
A los segundos, el rubio reaccionó, preguntándole de nuevo:
─¿Se encuentra bien? Disculpe mi imprudencia. ─Darla se trató de incorporar; pero él no la dejó, se la alzó en brazos, diciéndole─: buscaremos un doctor, quiero asegurarme que usted se encuentra bien.
─¡Espere, mis galletas! ─expresó la rubia, dándose cuenta de que todas estaban esparcidas en el piso. Ya no podía salvarlas, lo cual la entristeció.
Era lo único que tenía para poder comer ese día y quizás algo el día de mañana. Nada más, agachó su cabeza y se les llenaron sus bellas esmeraldas de lágrimas.
El rubio se percató de lo que ella hacía ahí y le dijo:
─No se preocupe, señorita. Yo le pagaré todas ─y la metió en su coche.