Capítulo 2

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En el instituto me convertí en un adolescente normal y corriente. Esa fue la segunda etapa de mi vida: convertirme en un ser humano como cualquier otro. Un nuevo estadio en mi evolución. Abandoné mis peculiaridades y me convertí en un chico como los demás. Claro que si una persona observadora me hubiera estudiado con atención, se habría dado cuenta enseguida de que tenía mis problemas. Pero ¿existen en este mundo chicos de dieciséis años que no los tengan? En ese sentido, puede decirse que conforme me había ido acercando al mundo, el mundo se había ido acercando a mí.

A los dieciséis años ya había dejado de ser el hijo único y enclenque que hasta entonces había sido. Una casualidad hizo que, al entrar en el instituto, empezara a ir a clases de natación en el barrio. Allí aprendí a dominar el crol y, dos veces por semana, hacía largos cronometrados. Gracias a eso, los hombros y mi pecho se ensancharon en un abrir y cerrar de ojos, mis músculos se endurecieron. Dejé de ser el niño que había sido, siempre en la cama con fiebre. Me pasaba horas ante el espejo del cuarto de baño, desnudo, estudiándome minuciosamente. Ante mis ojos, mi cuerpo cambiaba tan deprisa como jamás había soñado. Me encantaba. No es que estuviera contento de ir acercándome, paso a paso, a la madurez. Más que el crecimiento en sí, me gustaba la metamorfosis que experimentaba. Me hacía feliz dejar de ser el yo que había sido.

Leía mucho, escuchaba música. La lectura y la música me habían gustado siempre, pero la amistad con Bakugou había estimulado y pulido las dos aficiones. Me acostumbré a ir a la biblioteca y a leer cuanto caía en mis manos. Cada vez que empezaba un libro, no podía dejarlo. Era como una droga. Leía durante las comidas, en el tren, en la cama hasta el amanecer, leía a escondidas durante clases. Mientras tanto, conseguí un pequeño aparato estéreo y, en cuanto tenía un momento libre, me encerraba en mi habitación a escuchar jazz. Sin embargo, apenas sentía deseos de compartir con nadie mis experiencias sobre libros o música. Yo era yo, no otro. Pensarlo me hacía sentir tranquilo y satisfecho. En este sentido, tal vez fuera un adolescente solitario y arrogante. Lo que a mí me gustaba era nadar solo, en silencio.

Con todo, no era un auténtico solitario. En la escuela tenía algunos buenos amigos, aunque no muchos. A decir verdad, a mí nunca me gustó la escuela. Siempre sentí que mis compañeros querían aplastarme, que debía estar preparado en todo momento para defenderme. Pero lo cierto es que, de no haber tenido a mis amigos a mi alrededor, mis heridas habrían sido más profundas después de atravesar los inciertos años de adolescencia.

Además, gracias a la práctica del deporte, la lista de comidas que no me gustaban se acortó de manera considerable y también empecé a poder hablar con los chicos sin ruborizarme tontamente. La gente ya no parecía darle importancia al hecho de que fuera hijo único cuando, por casualidad, se enteraba. Hacia fuera, al menos, había conjurado ya la maldición del hijo único.

Y empecé a salir con un chico.

No era demasiado guapo. Para entendernos, no se trataba del tipo de chico del que, cuando tu madre ve el álbum de la escuela dice con un suspiro: "¡Qué chico tan lindo! ¿Cómo se llama?". Pero a mí me gustó desde la primera vez que lo vi. En las fotografías no se apreciaba, pero poseía una dulzura natural que atraía a los demás de manera automática. Cierto que no era una belleza de la que yo pudiera alardear ante los otros. Pero, pensándolo bien, yo tampoco tenía nada que mostrar con orgullo.

En segundo curso, él y yo estábamos en la misma clase y salimos juntos unas cuantas veces. Al principio, con otra pareja, después, solos. A su lado me sentía extrañamente relajado. Podía hablar de cuanto se me antojara y siempre me escuchaba con interés y agrado. Yo no decía nada que valiera la pena, pero él seguía mis palabras con una expresión tan atenta como si le hablara de algún gran descubrimiento que fuera a cambiar el curso de la historia. Desde que dejé de ver a Bakugou, era la primera vez que un chico me prestaba tanta atención. Al mismo tiempo, yo también quería saberlo todo sobre él. Cualquier detalle insignificante. Qué comía. Como era su habitación. Qué se veía desde su ventana. Se llamaba Denki. "¡Qué nombre tan varonil!", le dije la primera vez que hablamos, "oyéndolo es como si, al caer un rayo, fuera a aparecer un superhéroe." Se rió. Tenía dos hermanos, una chica, a la que le llevaba tres años, y un chico, al que le llevaba cinco. Su padre era dentista. Vivían —¡Cómo no!— en una casa independiente y tenían un perro. Un pastor alemán que respondía al nombre 𝘍𝘭𝘢𝘴𝘩. Increíble, pero si se llamaba así era por el héroe de la franquicia de DC Comics. A sus padres les gustaba con locura el tenis y, cada domingo tomaban las raquetas y se iban a jugar. También me invitó a mí, pero por desgracia, el tenis no figuraba entre mis deportes favoritos.

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