2. Nick, el Cabezota

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Pero su cara estaba totalmente descompuesta, como si el simple hecho de mover su boca para decir aquello le angustiara sobre medida, como si deseara que un meteorito cayera exactamente dónde estaba ubicado para terminar con su tortuosa existencia

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Pero su cara estaba totalmente descompuesta, como si el simple hecho de mover su boca para decir aquello le angustiara sobre medida, como si deseara que un meteorito cayera exactamente dónde estaba ubicado para terminar con su tortuosa existencia.

Y no lo noté.

Solo vi frialdad, indiferencia y odio.

Pero de mi parte, porque de la suya no había ni una pizca de lo último, solo curiosidad.

Guiada por mi estupidez, finalmente respondí.

—Pues a mí no me alegra ni un poco. —No quise saber mucho más de su mirada avellana, así que me alejé con mis botellas a una banca dos filas más arriba y me puse de lado, observando el sol naciente a través de una de las grandes aberturas del coliseo.

Lo peor de la clase de educación física no era el nombre, ni el gordo profesor que sudaba diez kilos sentado en una silla de metal en la cual observaba a los chicos correr y después cruzaba la escuela atiborrado de frituras, ni mi absurdo —del cual me arrepentía con frecuencia— trabajo, sino el hecho de que nos tocara el lunes, a la primera hora, cuando las ganas de permanecer acostado eran superiores a las de existir y el cerebro era un remolino de pesadillas, sueños e ideas dando vueltas como un carrusel.

Lo odiaba.

Pero, a decir verdad, no había una cosa que no odiara desde la muerte de mi hermana.

Todo era insoportable desde entonces.

—¿Quiénes son ustedes y por qué están interrumpiendo mi clase? —Giré un poco mi cara, agudizando el oído y miré de reojo la escena que los dos chicos protagonizaban.

El profesor se estaba acomodando la camisa para que le cubriera la prominente barriga, y el sudor le corría por todo el rostro y el cuello como un riachuelo. Estaba mucho más preocupado que en todos los años que llevaba de conocerlo y miraba al tal Jake y a la chica con recelo. Estos dos solo se cruzaban una mirada e ignoraban el hecho de que fueran el centro de atención, como si estuvieran totalmente acostumbrados.

El maestro era de los que aceptaban cualquier cosa que sucediera en el salón con total tranquilidad, menos que le quitaran eso a lo que llamaba calma, a pesar de que significaba poder. Así que, aunque no se levantara si alguien se torcía la pierna, peleara, o explotara un balón, si alguno se encargaba de arrebatarle esa cosa tan preciada, tendría que enfrentar su furia.

Es decir, su cara roja y arrugada, y su sudorosa rabia.

—Mi nombre es Jenna y él es mi... es mi hermano, Jake. —Suspiré con alivio cuando dijo que era su hermano, aunque me retracté al instante dándome un golpe en la frente. Lo odiaba­—. Venimos de un instituto en Handtown, está muy cerca de aquí.

Repitió el nombre del pueblo con cierto anhelo y después apretó el brazo del chico con suavidad.

Ese día me equivoqué al analizar su gesto; no estaba tomando fuerzas, estaba dándoselas a él.

No es otra Historia de AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora