Capítulo 2

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     Una silueta escondida tras un árbol observaba la escena. Gotas de agua caían de manera intermitente sobre su chubasquero al derretirse la nieve de las ramas de los árboles; de las que aún se mantenían unidas al tronco, pues muchas habían cedido al peso de los cristales de hielo que se habían acumulado durante los días previos sobre ellas.

    La nieve fina como polvo comenzaba a caer de nuevo con intensidad, lo que dificultó la visión de cómo Adrián terminaba de pisotear su cigarro y de cómo la casa se sumía en la oscuridad.

   Sin duda este era su encargo más extraño, pero al fin y al cabo él era un mercenario de la muerte, nunca preguntaba los motivos aunque en este caso la intriga le paseaba por la mente desde que los señores de setenta años le dieran las instrucciones.

    Por razones evidentes nunca avisaba antes a la persona que iba a ser asesinada, pero en esta ocasión era un deseo expreso de sus clientes que fuese avisado mediante una carta anónima, un tanto macabro a su parecer... pero ¿quién era él para juzgar lo macabro cuando llevaba decenas de muertes a sus espaldas? Además, ese deseo había aumentado en diez mil euros el precio total del servicio, pues el riesgo de que el futuro difunto avisara a la Guardia Civil y pudieran detenerle era alto.

   Durante los días siguientes realizó un control exhaustivo de su víctima. Como era de esperar, a las pocas horas de que Adrián leyese la carta, varias patrullas de la benemérita custodiaban la casa.

    Pero eso poco le importaba al sicario, pues su trabajo estaba hecho incluso antes de dejar la carta en el buzón.

    La noche antes, mientras Adrián dormía, el sicario se situó frente a la puerta trasera del jardín, extrajo del bolsillo de su abrigo una ganzúa y una llave de tensión y la cerradura cedió silenciosamente en quince segundos, más tiempo del que tardaba en limpiar su conciencia después de cada asesinato y casi el mismo Nada más entrar al salón le arropó el calor procedente de la chimenea, que aún crepitaba con una sonoridad que junto con las tenues llamas, eran capaz de sumirle en un estado de somnolencia casi inmediata. Pero esta vez Morfeo tuvo que esperar para acogerle en sus brazos.

    Se dirigió a la cocina y vio una cafetera italiana color gris metalizado, tan original como las de otros tantos millones de hogares a lo largo del mundo. Abrió la tapa, estaba llena. Sacó del bolsillo interior izquierdo de su abrigo una ampolla con sarín, un veneno letal e inodoro, por lo que el aroma de su café torrefacto no cambiaría cuando fuese recalentado la mañana siguiente.

    Abrió la ampolla y vertió dentro la suficiente cantidad de veneno para que cuando tomara su café solo largo para desayunar empezara su cuenta atrás de setenta y dos horas.

    No importaba quién custodiara su casa o a quién solicitase ayuda, pues con un solo sorbo comenzaría el proceso para despedirse sin saberlo de este mundo... a no ser que alguien le administrase el antídoto que bailaba dentro de una ampolla en el bolsillo derecho del interior de su abrigo, el cual palpó tímidamente con sus dedos.

   Echó un último vistazo a la chimenea antes de salir de la casa tan silencioso como había entrado. Acto seguido dejó en el buzón la carta avisándole de su fin. 

Café solo largoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora