Capítulo 3

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Una visita de control de la Guardia Civil a la casa de Adrián.

Silencio tras la puerta.

Una llamada sin respuesta.

Una puerta destruida.

Sirenas retumbando por el pueblo.

Una ambulancia.

Un técnico de emergencias sanitarias, una enfermera, una médico.

Una RCP sin resultados.

Un juez.

Un cuerpo sin vida metido en una bolsa.

Un levantamiento del cadáver.

Un sicario observando desde la lejanía.

     Una vez el cuerpo de Adrián yacía sin vida en la camilla del anatómico forense, se dirigió a la casa de los señores que le habían realizado el encargo, quinto piso, letra B. Cruzó el umbral de la puerta y allí le esperaba una mujer con los ojos anegados en lágrimas; algunas se precipitaban al suelo una vez que alcanzaban sus mejillas mientras que otras conseguían alcanzar la comisura de sus labios. Al fondo del salón, su marido sentado en una butaca, desconsolado.

     La señora le entregó la otra mitad del dinero acordado por el asesinato.

       No pocas veces sus clientes se habían arrepentido de contratar sus servicios, pues la muerte no tiene plazo de devolución ni garantía de dos años, pero en este caso, el dolor que veía en los ojos de la señora iba más allá del arrepentimiento o la culpa.

     El sicario miró a su alrededor y lo vio, vio al hombre que acababa de asesinar reflejado en varios marcos de fotografías que decoraban las paredes del salón, cubiertas de un viejo y descolorido papel pintado. Cogió uno de los marcos, sopló el polvo acumulado y lo sostuvo entre sus manos mientras se perdía en la mirada de un Adrián veinte años más joven.

- Mi hijo, mi hijo... - comenzó a repetir la señora entre sollozos. – Mi hijo...

- ¿Era...era su-su hi-hijo? – tartamudeó el sicario.

La señora asintió.

- ¿Pero por qué?

- Nos torturaba, nos torturaba todas las noches, - consiguió balbucear la señora mientras un hilo de saliva caía por su boca.

- ¿Su hijo les torturaba?- preguntó sin despegar los ojos de la foto.

- Él nos pidió que lo hiciéramos...

- ¿Su hijo les pidió que le asesinaran? – preguntó desconcertado el sicario que cada vez entendía menos la conversación que mantenía con la señora, de quién pensó que quizá estaba apoderándose la demencia senil.

- Todas las noches – corroboró el marido con un fino hilo de voz – Nos torturaba en sueños pero el dolor era real, nos pedía que lo hiciéramos, que le matásemos...que se encontraba muy solo, pero no podíamos, no con nuestras propias manos...pero no podemos más con esta situación.

- ¿Adrián les pidió que acabaran con su vida?

- Adrián, no, él - dijo la señora señalando a un marco que estaba en la mesilla de salón.

     El sicario se acercó y cogió el marco, dentro, una ecografía de dos bebés con sus nombres escritos, Adrián y Martín. Al lado del nombre de Adrián estaba escrita la fecha de nacimiento, al lado del nombre de Martín la misma fecha y una cruz.

     Comenzó a sudar, su boca dejó de salivar y la lengua pastosa le impedía hablar con claridad, el miedo se estaba apoderando de su cuerpo, dejó la ecografía donde estaba y echó un último vistazo al matrimonio antes de salir por la puerta pero antes consiguió preguntar:

- ¿Por qué el plazo de tres días?

- Por si se arrepentía...pero anoche en nuestros sueños estaba extremadamente feliz...

                                                                                          ***

 - Hermanito, ¡por fin!, nos volvemos a encontrar, cuarenta y cuatro años después. –dijo Martín a Adrián. -No sabes lo solo y aburrido que he estado todos estos años...

                                                                                          ***

     El sicario bajó las escaleras rápidamente, sería la última vez que se interesaría por los motivos que propiciaban un encargo. Llegar, matar y cobrar, sin preguntas, así sería a partir de ahora. Bajó los escalones del edificio de dos en dos, perdiendo el equilibrio en más de una ocasión, pero solo quería ver la luz de la calle.

Su interés por este caso le iba a provocar unas cuantas noches de insomnio.

Treinta y ocho escalones más y saldría del edificio.

Era la primera vez que unos padres le encargaban matar a su propio hijo.

Veinticuatro escalones.

Torturas en sueños...

Dieciséis escalones.

Un niño no nacido...

Diez escalones.

Un último tropiezo...

Cuatro escalones.

Luz natural, aire puro, por fin...

Estruendo, el provocado por el impacto de los cuerpos de los dos ancianos contra un coche aparcado debajo de la ventana de su casa. No pudieron soportar el peso de la culpa.

                                                                                          ***

- ¡Mamá!, ¡Papá!, ¡Os estaba esperando!, ¡Qué ganas tenía de conoceros!, por fin... ya estamos todos juntos.

Café solo largoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora