Quedarme huérfana- porque sí, había perdido a las dos únicas personas que podía considerar mis padres- fue un golpe tan duro como aterrador. De un momento a otro, me encontraba sola, abrazada a mis piernas mientras sacaban el difunto cuerpo de mi abuela y asustada por el futuro que me esperaba en un mundo que no me transmitía ningún tipo de confianza. No me moví de la escalera y no fue hasta que los policías me pidieron que los acompañara a comisaria para poder enviarme a algún lugar seguro, que me atreví a levantar la mirada de mis tobillos.
Los vecinos se agolpaban alrededor del hogar con curiosidad y apreté los labios al reconocer a mi tía Celeste estacionando su caro vehículo frente a mi último hogar. Su rostro estaba casi tan hinchado como el mío y tembló conforme caminó hacia mí. Sus brazos me rodearon con angustia y, al unísono, rompimos a llorar por la desesperación. Todo había sido tan repentino que apenas teníamos palabras para expresar lo que sentíamos.
Las horas que prosiguieron no fueron mucho mejor y estuvieron repletas de llantos, preparativos y preguntas que prefería no contestar. ¿Qué había ocurrido? Lo explicaré rápidamente para no confundir a nadie: mi abuela había sufrido un derrame cerebral mientras dormía. Se fue sin sentir dolor, abrazada a sus mantas y sin poder decirme adiós, exactamente igual que su marido. Podría ser una estupidez, pero ser consciente de ello me destrozó más de lo que ya estaba. Nunca podía despedirme de todas las personas de las que me habían separado.
Al igual que en el entierro de mi abuelo, no comí ni bebí. Era como si la tristeza que sentía se adueñara de mi estómago y me obligara a devolver cada vez que trataba de alimentarme. Además, a ese intensa angustia se añadió la vuelta de mi madre, como era de esperar. Tres años desaparecida y era como si no sintiera ningún tipo de vergüenza al mirarme a la cara. No quería odiarla, realmente, yo misma me repudiaba por sentir aquel sucio sentimiento hacia ella, sin embargo, la repulsión me atacaba y quería escapar para no verle más el desgastado rostro. Sus heridas, lo vieja que se estaba quedando por culpa de las malditas drogas y su irritante sonrisa cínica me dieron una arcada.
Pasé todo el día escapando de ella, siendo cobijada por los brazos de mi tía y recibiendo numerosos pésames de familiares lejanos que habían ido hasta allí solamente a recibir parte de la herencia que les tocaba, pues se quedaron una semana entera en nuestro hogar. Aquella invasión me provocó más estrés del que ya tenía de por si, no tenia tiempo para descansar la cabeza en la almohada y traté de darles una estancia cómoda, tal y como mi abuela me enseñó a hacer. Celeste no dudó en ayudarme y, aunque puse todo mi esfuerzo en mantener contentos a todos, la resolución de la herencia acabó por que los hermanos de mi abuela y sus hijos cambiaran la perspectiva que tenían hacia mi.
Yo había heredado cada parte de sus bienes, el vehículo, la granja, sus ahorros y una pequeña casa en la costa sur del país, justo en el pueblo donde mi abuelita había nacido. Además, el abogado me extendió un extraño papel donde mi difunto abuelo me explicaba donde se encontraban sus joyas. Cualquiera a sus dieciocho años habría saltado de alegría, al fin y al cabo, acababa de convertirme en millonaria sin mover ni un dedo, sin embargo, no supe como reaccionar. Me dolía más la perdida que todo aquel dinero insignificante. ¿Para qué iba a utilizarlo si mi corazón estaba completamente vacío?
Celeste desapareció con el paso de las semanas, enfadada y dolida por no haber recibido absolutamente nada de sus padres y yo le supliqué que no se fuera, porque así ya si que estaría sola de verdad. No me escuchó. Nadie lo hizo. Y tuve miedo.
Estar sola en el mundo es como caer a un acantilado oscuro y sin fondo. A veces no sientes nada y, otras, te consumes en el terror de la incertidumbre. Yo me consumí en el más profundo de los terrores, más aún cuando mamá intentó volver a tener contacto conmigo.
La primera vez fue un mes más tarde del entierro, esa noche regresaba de una clase de pintura en el centro del pueblo, motivada por el deseo de dejar de sentirme tan inútil y la necesidad de dejar de pensar en el tiempo. Al pisar el sucio portal de mi hogar pude notar como un vehículo se detenía tras mi espalda y el terror me invadió al pensar que papá había vuelto a encontrarme, pues llevaba semanas sumida en la soledad. Pero al girar el pecoso rostro y observar tras el sucio cristal del destrozado coche, nuestras miradas se encontraron.
No comprendí al instante por qué le permití pasar esa noche en la habitación de invitados, pero su destrozado rostro lleno de golpes me volvió vulnerable. Intentó preguntarme sobre mi parte de la herencia y, aunque estuve apunto de serle sincera, me negué rotundamente a que la razón por la que se quedara a mi lado fuera por el dinero. Me sorprendí por el pensamiento, pues siempre había pensado que no me importaba no interesarle en lo más mínimo. Acaricié mi frente con amargura y me prometí a mi misma invertir un poco dinero en un psicólogo.
Se marchó al día siguiente, junto al amanecer. Aunque primero me vació la nevera.
La siguiente vez que se atrevió a pisar mi casa, no fue tan pacifica como la primera. Por el contrario, su pareja del momento y ella habían entrado en el interior sin tocar a la puerta, volvieron a vaciar la nevera y las botellas de alcohol se esparcieron por todo el salón. Me quedé petrificada al entrar, los recuerdos de mi infancia me destrozaron y el trauma volvió a resurgir de lo más profundo de mi ser.
Esa noche me volví loca.
Cogí una de las botellas rotas que yacían sobre la alfombra y las estiré hacia sus rostros con los ojos apunto de escapar de sus orificios.
—¡Marchaos de aquí! ¡Marchaos, ahora mismo!
La estupefacción se comió la expresión divertida de mi madre y ambos salieron espantados cuando comencé a destrozar cada uno de los jarrones y botellas que descansaban por los alrededores del salón.
Cuando me quedé sola en el salón, no tardé en caer de rodillas al suelo y romper a llorar con toda la fuerza que mis pulmones me permitieron. Y, bajo la luz ocre de la lampara y el intenso olor a marihuana, tomé la decisión. Debía desaparecer. Armarme de valor y, olvidar el miedo de que mi padre fuera capaz de encontrarme para instalarme en algún lugar para toda mi vida. Porque necesitaba la estabilidad que mis abuelos habían tratado de proporcionarme y, ahora, yo debía de buscarla sola.
Hice las maletas aquella madrugada, tomé cada objeto de valor y comencé mi viaje cuando aprecié como el sol se abría paso por la vieja ventana de mi abuela.
Por mucho que quise no miré atrás.
Y con la música golpeando contra mis tímpanos, la vieja gorra de pesca de mi abuelo sobre mi cabello y el trasportín con Noa, nuestra vieja gata blanca, me adentré en el autobús directo a la costa.
La playa me dio la bienvenida.
Las gaviotas bailaron en el cielo.
Y la carta llegó a mis manos.
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Habitantes de humo
RomansNeus es una joven un tanto peculiar, adora estar con sus abuelos y su personalidad callada puede llegar a agobiar a las personas que la rodean. Sin embargo, por mucho que intente aparentar que está bien, sus problemas familiares, un amorío lejos d...