2: Nuevo hogar y una carta.

40 9 11
                                    

Llegué al pueblo de mi abuela en el atardecer. El intenso calor del lugar me obligó a deshacerme de mi chaqueta conforme descendí del autobús y las gaviotas cruzaron el anaranjado cielo entre divertidos juegos. Mi gata las vio tras los pequeños huecos del trasportín y soltó un agudo maullido que llamó la atención de los pasajeros tras mi espalda. Levanté el pesado objeto para que nuestras miradas verdes se unieran y coloqué un dedo sobre mis labios como si el agobiado animal pudiera interpretar mis acciones. 

Tardé en darme el valor suficiente para comenzar mi camino, el pueblo era diminuto, lleno de personas que hacían su día a día en los negocios frente a la playa y pude notar que aquel lugar estaba repleto de personas que se conocían entre sí. Me gustó la primera impresión, pues desde que mi vida había girado alrededor de mudanzas y ambientes solitarios, la pequeña localidad costera me trasmitió un sentimiento totalmente diferente.

Subí por las altas cuestas de piedra romana, enamorándome de las casas blancas que se agolpaban a las montañas que yacían alrededor del lugar y quedé fascinada por el tremendo espectáculo visual. Todo era muy bonito, tanto que no extrañé las ciudades, ni el campo, ni el oscuro pisito que había compartido con mi madre. 

No me disgustó donde me llevó el GPS de mi destrozado móvil, pues la dirección que me había enviado el abogado de mi familia me guio hasta una viejo dúplex de paredes de piedra blanca y ventanas de madera negra. Me quedé admirando mi nuevo hogar por unos segundos, escuchando a las personas que caminaban por la carretera y  las que entraban al diminuto restaurante de madera que estaba pegado a la casita. 

Algo en mi corazón vibró de ilusión, pues, aunque llevaba semanas sumergida en un pozo de tristeza y negatividad, la primera impresión consiguió que mi mente se volviera algo más positiva. 

—Noa, bienvenida a nuestro nuevo hogar.—Susurré hacia mi gata en el momento que giré las llaves en la cerradura y el polvo me dio la bienvenida.

Pasé esa semana limpiando como una profesional y, aunque tenía el dinero suficiente para contratar una empresa de limpieza, decidí hacer algo con mi vida y encargarme sola. En el proceso tuve que tomarme varias pastillas para la alergia al polvo, sin embargo, para cuando me quise dar cuenta, la casa quedó impecable y vacía al mismo tiempo. Yo apenas tenía objetos personales, pues la mayoría lo había tenido que dejar atrás en anteriores mudanzas, por lo que, para hacer un poco de bulto en el salón coloqué la vieja caña de pescar de mi abuelo, una cajita de música que mi abuela me había regalado en mi decimo cumpleaños y nuestros antiguos juegos de mesa en el estante sobre la chimenea de piedra.

Noa no tardó en acostumbrarse al lugar, buscó los mejores sitios para dormir y le maullaba al gigantes Golden que solía descansar bajo la ventana de mi habitación. Al parecer pertenecía a los dueños del restaurante de al lado, pues más de una vez lo había visto merodear entre las mesas, buscando trozos de comida o deseoso de que alguien acariciase su brillante pelo. Yo, por mi parte, me costó más adaptarme al lugar. Los primeros días los ocupé en buscar una buena academia para preparar mi examen de acceso a la universidad, mientras tanto, las noches la pasaba despierta, expectante de una nueva visita por parte de mi madre.

No había avisado que me marchaba. Pero todo mi familia conocía la herencia de mis abuelos y era consciente de que ella no tardaría en enterarse de que su hija era rica y que no planeaba darle ningún céntimo para sus drogas. Por aquella misma razón, busqué una buena empresa de seguridad y comencé a colocar cámaras, alarmas y pestillos por todo la casita.

 Al parecer, mis acciones llamaron la atención de los vecinos y, con toda la naturalidad del mundo, un niño de unos siete años me preguntó si tenía miedo de algo. Sus ojos negros me cuestionaron, su sonrisa infantil me enterneció y, mientras le ofrecía un caramelo de mi bolsillo, le expliqué que era mejor prevenir que curar. No me entendió muy bien, pero asintió con la cabeza y jugó con Noa mientras que me observaba barrer las hojas de mi puerta. 

Habitantes de humoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora