Prólogo

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Rosario miró a su hija, deshecha en llanto, y sintió que se le partía el alma. Su Trini. Su niña. Era demasiado joven para aquello. Ni siquiera tenía arrugas y el dolor ya la había hecho jirones. Se había pasado la vida rezando para que ninguna de ellas se enamorara de un marinero, porque no le deseaba a nadie el sufrimiento de esperar desde tierra que el agua les devolviera a su hombre, mucho menos a sus hijas. Con las dos mayores tuvo suerte. La pequeña... La pequeña se enamoró en cuanto lo vio y ella lo supo nada más verlos juntos. Se llamaba Manuel y tenía los ojos más bonitos que Rosario había visto desde que conoció a su Antonio, una risa contagiosa y una labia que consiguió que Trini no viera más allá de él. Incluso consiguió que Rosario lo acogiera como a un hijo más, pese a lo mucho que había hablado de que no admitiría más pescadores en su casa. Valiente. Era valiente. Y arriesgado. No tenía miedo y eso era peligroso para un pescador. Antonio lo decía cada vez que lo veía faenar o empeñarse en salir con el mar revuelto. Manuel tenía en los ojos un reto constante contra todo el que le dijera que no podía hacer algo. Fue así como consiguió que Trini se enamorara de él, Rosario lo acabara adorando y Antonio lo quisiera como a un hijo más. Hizo todo lo que se propuso, menos lo único imposible: dominar a la naturaleza.

Rosario miró al mar desde el jardín delantero de la casa y casi lo sintió gritar con cada ola que rompía en la orilla. Dos noches atrás llovió como hacía mucho tiempo que no llovía. Rosario y Antonio miraron por la ventana aterrados, sabiendo que estaba ahí fuera, en alta mar. Al principio no parecía tanto, pero todo se embraveció. La lluvia, el mar, el viento. Lo lloró antes de que le dijeran que no había vuelto. Lo lloró, porque ya sabía que Manuel no volvería de aquello. Nadie podía volver de aquello. Preparó un puchero con el amanecer y le dio otra tila a su hija, que no dejaba de temblar. Si no se había ido a la casa de la playa era porque Rosario se lo había impedido y porque Mario, el chiquillo, dormía con ella por miedo a la oscuridad. 

 —Tú te tienes que quedar con tu hijo, Trinidad. Paco está allí vigilando para decirnos algo en cuanto lo sepa. 

 Le repitió aquella cantaleta durante toda la noche mientras Antonio negaba con la cabeza y apretaba los labios. Dos horas después del amanecer, Paco llegó para decir lo que ya todos sabían. 

 —No ha aparecido —dijo entre lágrimas de compañero y amigo. Ahí fue cuando su hija se volvió loca. Enloqueció de dolor. Como un barco a la deriva de lo que sentía, que era mucho y profundo. Gritó y lloró tanto que se quedó afónica mientras Antonio y ella misma intentaban calmarla. Lo hizo, hasta que Mario apareció en el salón con su muñeco bajo el brazo y la cara somnolienta preguntando por su mamá. Entonces su Trini, su niña rota en pedazos, se alzó, se limpió la cara y le demostró a Rosario el significado de la entereza cuando abrazó a su hijo y aguantó sin derramar ni una lágrima más, pese a que el dolor hubiera dejado vacíos sus ojos. 

En aquel momento, dos días después, sin el cuerpo de Manuel y asimilando que ni siquiera iban a poder enterrarlo, porque su barca ya había aparecido a la deriva, Trini la miraba deseando que le diera las respuestas a sus millones de preguntas. Y a Rosario le hubiera encantado responder, bien lo sabía Dios, pero solo pudo acariciar sus mejillas y besar sus manos una y otra vez. 

 —Tienes que decírselo, hija mía. Era su padre. Tiene que saberlo. 

 —Mamá... —Su voz se rompió y sus labios temblaron de nuevo. 

Miraron a Mario, agarrado a su inseparable muñeco de Bambi, viendo su película favorita. Aquella cinta se la regaló su padre, Trini recordaba haberse quejado mucho, porque vaya cosa fea le parecía regalarle al niño una película donde se moría la madre. Manuel se reía y decía: «La muerte forma parte de la vida. Es mejor que lo entienda pronto». Rosario se aguantó las lágrimas. Le parecía la peor broma del mundo. Y ella, que era creyente porque necesitaba que su fe la ayudara a levantarse por las mañanas, en días como aquel se preguntaba dónde estaba ese Dios. Dónde estaba mientras las olas se llevaban para siempre a un hombre bueno y enamorado de su familia. 

Dónde estaba el día que decidió dejar a un chiquillo huérfano de padre. 

 —Tiene que saberlo —le dijo a su hija, que esperaba que le dijera lo que tenía que hacer, como cuando tenía cinco años. 

—No quiero destrozar su vida —susurró. 

 —Lo superará. Es un niño listo y fuerte. 

 —Pero... 

—La familia arropará su pena y la convertirá en alegría. Tiempo, cariño y apoyo constante. Siempre, hija mía. 

 Trini asintió y se levantó para ir hacia el sofá. 

—¿Puedes...? —Hizo el esfuerzo de acabar la frase—. ¿Puedes quedarte por aquí? Por si te necesita. 

 Rosario supo que en realidad quería decir que a lo mejor ella también la necesitaba y resistió las ganas de llorar su propia pena. Asintió y se cruzó de brazos. Vio a su hija sentarse al lado de Mario y pausar el vídeo para contarle que papá no iba a volver. Y vio a su niño, tan especial, con una mente tan rápida y adelantada, mirar fijamente a su madre y no soltar ni una lágrima. Ni una sola. 

Aquello no... Aquello no era normal. 

 —¿Puedo ver ya la peli? 

 —Mario, cariño, ¿has entendido lo que te he dicho? 

 El niño miró fijamente a su madre y asintió. 

 —Papá no va a volver porque está muerto. ¿Puedo ver ya la peli? 

 Trini miró a Rosario desencajada y ella quiso decirle que era normal, pero aquello... No, aquello no era normal. Su Mario. Su niño Mario, tan distinto a todos los demás tenía que serlo incluso en una situación como aquella. Rosario deseó, aunque luego se arrepintiera, que fuera un niño como los demás. Que llorara y rompiera cosas, porque ese dolor tan dentro y tan enterrado no era bueno en un cuerpo tan pequeño. Aquello acabaría con él si no conseguía sacarlo, pero no sabía cómo decírselo a su hija y no quería hacerle más daño, así que guardó silencio. 

Guardó silencio ese día y lo hizo al día siguiente, cuando Mario desapareció durante media hora y lo encontraron en las rocas, aporreando la cinta de Bambi, gritando y llorando como un loco. Cuando su madre intentó abrazarlo, se alejó, se limpió las mejillas y dejó de llorar en el acto, enderezando los hombros y haciendo ver que no pasaba nada, pese a su respiración irregular y sus ojos hinchados. 

Rosario guardó silencio, pero por dentro se resquebrajó como una torre de arena al secarse, porque sabía que su niño llevaría aquel infierno por dentro durante demasiado tiempo.Solo esperaba que algún día fuera capaz de compartir su dolor, porque nadie debería llevar una carga tan pesada por dentro. 

 

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