2. Sia

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Sentada frente a la abu Rosario, la abuela de los Dunas, lo único que puedo pensar es que ya solo me quedan nueve minutos para ser libre. Una hora. Eso es lo que tiene que durar cada visita. Un mínimo de una hora charlando y luego soy libre para marcharme y llevarme el último ingrediente de las malditas y deliciosas empanadillas rellenas de sidra. No parece gran cosa, pero para mí, que no estoy habituada a charlar con familias, sí lo es. No sería tan difícil si en cada visita no acabara llegando gente de un lado y otro. Cuando no es alguna hija, es un yerno y, cuando no, es algún nieto. Esta familia tiene tal cantidad de componentes que a menudo me sorprendo pensando que, en una guerra, tendrían su propio ejército. Tash, mi mejor amiga y compañera de casa, se ríe de mí cuando se lo digo, pero juro que de verdad lo pienso. En estos instantes, por ejemplo, estamos en el salón de la abu Rosario: Mario, Trinidad, la madre de este, y yo, y se las han arreglado para que la reunión me parezca íntima. ¡Imagina si hay gente normalmente aquí! 

—Entonces ¿ya no vendrás más, Sia? —me pregunta la madre de Mario. 

—Hoy me llevo el último ingrediente de las empanadillas —confirmo. 

Intento en todo momento que mi alegría no resulte demasiado obvia. Pero a juzgar por la risita de Mario, no me sale. 

 —Es una pena. Disfrutamos mucho de tu compañía. 

Sonrío con sinceridad a Trini, como le gusta que la llame. Es una mujer amable, dulce y simpática que siempre me ha tratado como si fuese parte de la familia, aunque no sea así. Cuando pienso que crio a Mario ella sola la admiro muchísimo. Luego miro a Mario, que en estos instantes colorea un dibujo de ese bicho raro de la película hawaiana de Disney, y el pensamiento pierde fuerza. Es tan jodidamente raro... ¡Y lo digo yo! Que llevo una peluca distinta cada día, tatuajes de todo tipo en mi cuerpo y mi forma de vestir no es la que más se adapta a la moda, así que imagina si es raro. 

 No, es que «raro» tampoco es la palabra. 

Excéntrico. 

A menudo no sé si es idiota o un genio, y esa dualidad, por momentos, me genera ansiedad, aunque parezca una tontería. Sé que es superdotado, porque me lo contó Tash en algún momento, y no me extrañó. Debe de serlo para recordar frases de películas con exactitud milimétrica. Y no una ni dos. He perdido la cuenta de cuántas frases le he oído decir sin pensar, ajustándolas a la conversación a veces, y otras no, pero da igual, porque al principio entraba en Google cuando él no se daba cuenta, las copiaba y ¡eran tal cual! No fallaba ni en una palabra. Me parece más que asombroso. Un tanto inútil también, pero bueno, yo suelo perder mi tiempo reordenando armarios cada poco y eso, para según qué personas, también sería una absurdez. Intento no juzgarlo, porque sé lo que es que te miren como si fueras un bicho raro, pero tampoco lo aliento porque este hombre tiene el ego del tamaño del océano Atlántico y no hay necesidad de inflárselo más. 

 —¿Estás escuchando, Anastasia? Miro a la abu Rosario, que me mira a su vez con suspicacia mientras espera que me centre de nuevo en la conversación. Carraspeo, sintiéndome mal por no haberla oído. 

 —Lo siento, abu. Estoy distraída. 

—Ya te veo, ya. Te decía que, aunque ya no necesites ningún ingrediente, podrías mantener la costumbre de venir a verme. 

 —Claro, sí, en algún momento yo... 

—Pero de verdad —me dice, pillando al momento mi mentira—. Te lo digo de verdad. Piensa que estoy sola y soy mayor. Vislumbro mi muerte más pronto que tarde y solo quiero pasar mis últimos días con las personas que más quiero. 

El corazón se me aprieta en un puño de inmediato, sobre todo por la preocupación, pero también por el hecho de que me meta en el saco de personas que más quiere. 

Todas mis ilusionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora