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Sus manitas sostienen el plato delicadamente, sus ojos examinan el contorno liso, y sus labios se curvan con deleite. Está preparando el escenario... éste es su momento como lo fueron los últimos y los anteriores. Es el comienzo de su paso a la soledad que se ha transformado en su mundo. Lentamente, con mano maestra, coloca el borde del plato en el suelo, acomodando su cuerpo en una pose confortable y balanceada, y mueve repentinamente su muñeca, con gran destreza. El plato comienza a girar con una perfección deslumbrante. Gira sobre si mismo como si hubiese sido activado por una máquina exigente. Y así fue. Esta no es una acción aislada, ni simplemente un aspecto de alguna fantasía infantil... se trata de una actividad importante, llevada a cabo con habilidad por un niño muy pequeño para un público conocedor y expectante: él mismo.
A medida que el plato se mueve rápidamente, girando hipnóticamente sobre su borde, el niño se inclina sobre él y su mirada se dirige directamente al movimiento. Homenaje a sí mismo, al plato. Por un momento, el cuerpo delata un movimiento apenas perceptible, similar al del plato. Por un momento, él y su creación giratoria son una sola cosa. Le brillan los ojos. Se sumerge en ese jardín de juegos que es el mismo.
Raun Kahlil... un hombrecito en el borde del universo.
Antes de esto, de este precioso momento, habíamos estado siempre atemorizados ante Raun, ese hijo nuestro tan especial. Algunas veces nos referíamos a él como a alguien «con daño cerebral». Siempre pareció estar en la cumbre de su felicidad. Altamente evolucionado. Rara vez lloraba o expresaba alguna molestia. Su satisfacción y su soledad parecían sugerir una paz interior y profunda. Era un Buda de diecisiete meses contemplando otra dimensión.
Un pequeño niño que navegaba sin rumbo en la corriente de su propio sistema. Encapsulado detrás de una pared invisible y aparentemente impenetrable. Pronto lo encasillarían. Una tragedia. Incanzable. Extraño. Estadísticamente, cabría dentro de una categoría reservada a todos aquellos a quienes consideramos incurables... inaccesibles... sin esperanza.
Nos preguntábamos si podríamos besar el suelo que otros habían maldecido.

El comienzo. Hace sólo un año y cinco meses. Eran las cinco y cuarto de la tarde, una hora en que viajar desde el centro de Nueva York hasta mi casa es como tratar de atravesar una ciénaga mecanizada. Afuera, el asedio de los monstruos metálicos y el desordenado atropellar de la gente apresurada y de rostros vacíos que embisten hacia su liberación diaria. La hora de mayor movimiento. El último esfuerzo que consume el día.
Y yo, sentado tranquilamente en mi oficina de la Sexta Avenida, jagando al ta-te-ti de la publicidad con otra película. Fellini, a veces Bergman, una película de Dustin Hoffman, hasta una de James Bond. Desarrollando el concepto, la imagen y la esencia de una campaña publicitaria. Resmas de papel enfrente de mí, cubiertas por los garabatos de millares de ideas. Haciéndolo una y otra vez. Absorto en el desafío de colocar un producto en el mercado, me sentía entusiasmado por la libertad de producir y de crear. Manejando las palabras. Haciendo hipótesis de los cuadros y gráficos. Cuidando de que se lleven a cabo en fotografía, escultura o ilustración. Este era el lugar donde nacían mis ideas favoritas, las que sobrevivían, y el cementerio de los avisos que caían frente a tropas de fusilamiento comerciales y se desangraban a muerte en el suelo de salas de conferencias llenas de humo.
Estaba considerando la solución para otro proyecto mientras que preparaba, como todos los días, a pasar a empujones a través de esa multitud que es la humanidad. Volver a casa, donde Suzi con su cálido abrazo pondría un tranquilo final a mi día. Volver a Bryn, mi sexy dama de siete años, que baila coreografías chaplinescas con un sombrero. A Thea, cuyos ojos oscuros y menudas formas de tres años anuncian la presencia de una pequeña mística. A la loca de Sasha y al majestuoso Riguette, dos enormes e intrépidos perros ovejeros belgas, de setenta kilos, semejantes a osos y también a mí.
De pronto, el agudo sonido del teléfono atraviesa mi velo de profunda concentración. La llamada... es para mí.
-Ahora mismo... acaba de comenzar, y ya las contracciones son cada cuatro minutos. Llamaré a alguien para que cuide a las chicas y a alguien más para que me lleve al hospital. ¿Estás bien? No te preocupes. Tómate el tiempo que necesites. Yo te esperaré. Todo saldrá bien... las enfermeras están entrenadas y me ayufmdarán hasta que llegues allí.
Suzi parecía tan controlada. Yo sentía mi cuerpo atravesado por la exitación. Ahora no, Dios, justo a la hora de mayor tráfico. Mientras volaba escaleras abajo, me reía ante tal ironía. Meses de práctica juntos. A diferencia del nacimiento de nuestros otros hijos, éste sería un proyecto conjunto, un nacimiento tanto para Suzi como para mí. Natural. Seguíamos el método de Lamaze, sin drogas, sin calmantes. El padre y la madre estarían unidos en el ritmo respiratorio. Ambos habíamos completado un complicado programa de entrenamiento, de modo que cada uno de nosotros pudiese funcionar junto con el otro desde el comienzo de las contracciones hasta el parto.
En este maravilloso proceso yo era una de las piezas esenciales. Pero primero debía llegar hasta alli... tenía que estar con ella.
Pánico. Nunca llegaría atravéz del laberinto. Para darle ánimo, para quererla, para consumar la creación. El arranque del auto que no se decidía a funcionar. Los recuerdos se sucedían como en un montaje de cámara lenta. Apúrate. Apúrate más. El pulso me golpeaba en la cabeza como para ayudarme hacia adelante. Empújalo. Deséalo. Haz que el tráfico desaparezca. Imaginé a Suzi en alguna habitación azulejada, fría y con corriente de aire... contando y respirando al son de sus propios ecos. Toda la práctica, la paciencia... todo robado por una serie de circunstancias arbitrarias y crueles. Imposible. No permitiría qe eso sucediese. Mi mente iba más rápido que el auto. Para Suzi, éste no era sólo el nacimiento de nuestro tercer hijo. Compartir esta experiencia conmigo era la culminación de un sueño. Tenerme como parte de la evolución. Y tener un hijo varón. Nuestro primer varón. Las niñas habían llenado nuestras vidas con un nuevo cariño, con suavidad. Para mí, otra mujer en la casa sería sensacional. Un varón sería un regalo inesperado. Para Sizi, la inversión emocional era diferente. Quería a las niñas con una intensidad que la consumía, pero siempre había querido al menos, un hijo varón. Y ahora estaba segura de poder agregar esa particularidad a su vida.
Mis manos se aferraban al volante... había pasado una hora. Me había sido arrebatada, a mí, a nosotros.
Subí al pasto con el auto y apreté el acelerador. Arriba, sobre las veredas. Las interminables filas de automóviles a mi lado. Pasando de largo las luces de los semáforos. Un fantasma durante el día moviendo las moléculas. Acelerándolo. Tenía que estar allí. Sabía que yo era algo más que un miembro importante del grupo, era el único que le quedaba a Suzi. El padre de Suzi no estaba disponible, sino lejano consumido por un segundo matrimonio y una nueva familia con hijos pequeños. Su madre había muerto cuatro años atrás a la temprana edad de cuarenta y seis años, mientras esperaba un hijo de su segundo matrimonio. Su hermana permanece al otro lado de una pared. Al igual que Suzi, ella también tuvo que aguantar los solitarios años de una niñez transcurrida en la confusión y el divorcio. El dolor y la angustia había llegado a las dos. Pero Suzi también había tratado de alcanzar el cariño y la alegría. Todos esos años reparando el daño, reconstruyéndose a sí misma y encontrando nuevas alternativas. Había sido una travesía difícil e incoherente para ella en su momento. Y para mí en el mío. Pero casi todo eso era sólo un recuerdo ahora, estaba en la nebulosa de otra era. Juntos habíamos encontrado nuevas razones para existir.
Finalmente... el hospital. Estacioné sin ningún cuidado y prácticamente salí despedido del auto. Corriendo por el pasto, subiendo los escalones de a tres, cruzando la entrada y en una loca carrera buscando un ascensor vacío. Caminando por los largos pasillos. La gente se apartaba de mí... no tanto por que notasen mi apuro sino más bien por su propia seguridad. Esto era una versión abreviada de un scrum de fútbol. Con mi metro noventa de altura y mis ciento nueve kilos, avanzaba atropellando por el interior del edificio público. Imaginándome como un zaguero metafísico reencarnando en el Oso Grizzly, con una mata de pelo indomable y un rostro barbudo agitándose al ritmo de la carrera. El Gran Oso. Un apodo con el cual me habían bendecido Suzi y las chicas, su interpretación lírica y afectuosa de mi tamaño y apariencia. Barry... se transformó en Barz, que luego fue Bears (Oso) y, finalmente, El Gran Oso. Yo. Con mi alocada imagen de revista cómica, corriendo y eludiendo gente pir el piso encerado, planeando con mi propia energía.
Entonces escuché... una voz, mi nombre rebotando de los pisos y de las paredes. Lejos, a una cierta distancia, una enfermera me hacía señas enérgeticamente, como si estuviese aclamando una recta de la última carrera en el hipódromo de Aqueduct. Y para mí, eran los últimos metros, la línea de llegada para el corredor de larga distancia.
Ya no había tiempo. Desvestirse en la sala. Nuestro hijo estaba por nacer. Había llegado justo.
-¿como está ella?
-Se está desempeñando perfectamente.
Ahora la otra enfermera estaba ayudando... alcanzándome la ropa blanca y la máscara.
De algún modo Suzi había decidido esperarme y no abandonar la idea del parto natural inyectándose un calmante... y desvaneciéndose. Pero si hubiese sido necesario, la habría hecho sola. Habría confiado en si misma.
Se oyeron gritos de los otros cuartos; la sinfonía del parto sin control. Yo flotaba: pasé a un tranquilo recinto, finalmente al lado de Suzi... otra enfermera ma daba la mano de mi mujer. Estaba en medio de una contracción. El estómago se arqueaba hacia arriba formando una curva alta mientras ella apretaba los labios Rápidamente empujaba el aire hacia adentro y hacia afuera de los pulmones, con un ritmo corto y seco. Intenso. Quieto. Una maravillosa pantomima.
Al principio no me miraba, pero sabía que yo estaba allí. Me apretó con fuerza la mano, al tiempo que yo la besaba suavemente; entonces empezamos a contar juntos en voz alta. Las comisuras de su boca moviéndose en una sonrisa apenas esbozada.
A lo largo del pasillo hasta la sala de partos. Paredes con azulejos blancos, instrumentos de aluminio y luces brillantes. Más jadeo. Hablábamos durante las pausas. Más frenéticos de lo que habíamos imaginado, pero los dos estábamos allí. Hasta el doctor gozaba del momento, tarareando una canción italiana vagamente conocida, que había aprendido en su niñez. Las enfermeras se colocaban rápidamente en diferentes posiciones. Todos se preparaban para desempeñar su papel. Un papel en una pieza contemporánea... un evento teatral.
Episiotomía. Nadie en la clase de parto natural había hablado de eso, el corte. Mientras miraba, el cuarto empezó a bailar ante mis ojos. Después empezó a girar. La imagen de mí mismo empezó a resquebrajarse y se desmoronaba. Alguien me aferró mientras caía hacia adelante y me llevó fuera del cuarto. La enfermera me sonrió y dijo que siempre pasaba lo mismo. Pero no importa. No podia perdérmelo ahora. Introduje un frasco de sales por debajo de mi máscara y me metí nuevamente dentro de la sala. Todos sonreían. Suzi parecía tan intensa, tan controlada. Se reía cuando volví a su lado y pronto se perdió en la siguiente contracción.
El doctor le dijo que empujara... con todas sus fuerzas. Dentro de mí, yo empujaba con ella. Me parecía tan valiente ahora. Ningún grito de dolor. Ningún recelo. Estaba totalmente comprometida. Procreadora y participante. De repente, luego de un esfuerzo impresionante, un precioso niño color de acero resbaló del vientre de su madre. Un varón. Comenzó a respirar y a llorar al mismo tiempo. El doctor se lo puso a Suzi sobre el estómago mientras cortaba el cordón umbilical. Increíble. Era nuestro y lo habíamos visto llegar a la vida.
La enfermera dijo que era un espécimen perfecto. Nos miramos atemorizados. A cada segundo el color de su cara y de su cuerpo, cambiaban. Al inspirar, el gris nuboso se transformaba en rosa y su mirada contemplaba el universo. De los ojos de Suzi caían lágrimas. De alegría. La culminación. Me sentía tan lleno de vida... tan comunicado. Lo llamaríamos Raun Kahlil.

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Holoowoos.!, perdonenme si tiene faltas de ortografia :)

¡Levantate, hijo!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora