¿Dónde empezar? Decidimos empezar por nosotros mismos... con la evolución de nuestras propias creencias y sentimientos. Era como hacer un peregrinaje hacia atrás para luego poder avanzar. Buscar y tamizar a través de la nostalgia del pasado con la esperanza de cristalizar nuevamente el conocimiento.
Recordé cuando, a mediados de la década del sesenta, regresé de la universidad con un título de filosofía. Recordé los meses y los años en que reflexionaba las membranas de mi mente. La infinidad de preguntas y las respuestas aproximadas. Después, el trabajo egresado de psicología. Estaba perdido en un mundo en el que yo escuchaba, aceptando la confusión sin llegar a convencerme de que podía confiar en mí mismo y progresar a partir de mi propia información. Construí una barricada alrededor de mis sentimientos mientras ayudaba a atender a mi madre moribunda durante sus últimos años. Los viajes a Manhattan, para unas interminables sesiones de rayos de cobalto. Yo miraba dolorido mientras su mundo se desmoronaba. En ese momento no sabía hablarle de eso a mi madre, decirle que todo estaba por terminar.
Animábamos la vida con sonrisas cuando estaba en cama, charlas sobre temas triviales, y una fabricada actividad. Nunca le dije lo mucho que significaba para mí. Creábamos una conspiración de silencio; un gesto que considerábamos especialmente humano. Pero, en nuestra amabilidad, quizá la habíamos dejado sola con sus nsamientos y sus temores. Cuando llegó el fin, tuve sensaciones de rebeldía y de protesta contra el universo ppr arrastrarla a su seno, más allá de mi imaginación. Me gritaba a mí mismo a través de mi dolor ppr no estar con ella abiertamente, amándola mientras la envilvía el olor de la muerte.
Veintiuno... y las paredes se derrumbaron. Mis ojos ensombrecidos por una visión melancólica de la existencia. Siete años caminando trabajosamente hasta un solitario consultorio en Park Avenue para hablar ahogadamente con un psicoanalista freudiano en sesiones levemente infructuosas. Fueron años de angustia y de silencio, de libre asociación y de confisión.
Buscando viejos esqueletos de elefantes bajo las almohadas de mo inconsciente. Empujándome hacia alternativas y hacia una nueva libertad. Tratando de sacarme el peso de los hombros
Encontrando finalmente cierta tranquilidad y cierta claridad, pero dudosas y limitadas aún. Las ideas y el entendimiento parecían fluctuar día a día. Después de siete años, aún me sentía atrapado y bamboleante al final de mi cuerda.
Finalmente terminé esta versión analítica de terapia con su visión incompleta de la vida. Aún recuerdo el eco de un psicoanalista bien intencionado que decía a sus pacientes: «Siempre habrá momentos en que se sentirán ansiosos y asustados... pero ahora están mejor equipados para manejarlos, para enfrentarlos». Desilusión. Esto sonaba a conpromiso intelectual y emocional. Dejarlo, apesadumbrado todavía... sabiendo que tenía que haber algo más; si solamente pudiese encontrarlo.
Mi primer sueño había sido escrito. Ir más allá de mis paredes con palabras y cambiar quizá solamente a una persona. Lograrlo. Una fantasía adolescente que había dejado de lado por una carrera de películas y publicidad. Mi segundo sueño fue diferente.Una promesa a mí mismo que se transformó en una segunda ocupación real y viable en el área de la psicoterapia y la educación. Alguna vez había considerado la carrara de psiquiatría, pero examinándola mejor, el modelo de médico parecía obsoleto e inadecuado. Las escuelas para egresados estaban alborotdas y sobrecargadas de libros quebradizos y extrañas aproximaciones a la realidad. El murmullo dentro de mí ordenaba concentrarme en una perspectiva, buscar un camino y hallar el movimiento .
Suzi también participaba de estas exploraciones diversas ya que tuvieron lugar durante los primeros años de nuestro matrimonio. Una aventura conjunta hacia lo que parecía ser un abismo insondable. Experimentamos con hipnosis y el continuo exorcismo de ese segundo sueño. Después autohipnosis.
En cuanto a mí, había logrado la maestría de esa arma, que me permitía ponerme bajo hipnosis con sólo tocarme la frente con el índice. Hermoso, pero incompleto. No era una panacea, sino precisamente un masaje interno que me tranquilizaba.
Aun antes de Raun. Mi voracidad por respuestas era enorme. Leía ferozmente consumiendo innunerables libros y experimentando con nuevas teorías. Ideas y dogma. Freud. Jung. Adler. A Sullivan y a Horney. Siguiendo con Perls y las dramáticas confrontaciones de la Gestalt. Luego con Sartre y Kierkegaard. Ahondé en la simplicidad y el afecto de Carl Rogers. Derribé la trinidad de Eric Berne, seducido por los fascinantes, teatrales gritos de Janov. Cursos sobre dinámica de grupo y la experiencia de talleres de intercambios personales. Descubrí abruptamente a Skinner y lo dejé de lado cadi al mismo modo, pero me tomé más tiempo con Maslow. Me sumergí en la calma sabiduría del Zen y luego del Yoga... buscando un asidero, antiguo o moderno, de la realidad.
Taoísmo. La enseñanza maravillosamente perceptiva de que «la vida no va hacia ningún lado, porque ya está aquí». Meditación. Confucio. «Saber lo que uno sabe y lo uno no sabe es la característica del que sabe». De allí a la base filosófica de la acupuntura. Y vuelta a la inconsciencia colectiva de la humanidad y sus implicaciones genéticas. Todos eran intentos emotivos impresionantes para extraerle algún sentido a la condición humana. Filosofía. psocología, religión y misticismo. Esclarecedor, y sin embargo sabía que si continuaba, algo, algún día, se deslizaría hasta el centro, descifrándome las perplejidades. Aunque había adquirido mucho, elegí seguir con este peregrinaje puramente personal.
A pesar de que me estaba volviendo más cínico, arremetía. Hasta el día en que, sentado en el aula de una escuela ya desaparecida, escuché a un hombre que hablaba soble algo llamado el Método Opcional. Era un hombre bajo, rechoncho, parecido a un monje, como el hermano de Tuck,tomando Coca Cola y fumando un cigarrillo después de otro... concreto, incisivo y esclarecedor.
Mientras escuchaba, sentí que algo surgía en mí. Comprendia cosas que siempre habían estado allí, pero que nunca había enfocado correctamente. Mientras todo se cristalizaba rápidamente, me di cuenta de que mis sentimientos y necesidades resultaban de mis creencias y que esas creencias podían ser investigadas. Esta búsqueda, exponer y elegir creencias era el objetivo del Método Opcional, que nació de la Actitud de Opción: «Amar es ser feliz junto a otros». No era una filosofía, sino una visión que se transformaría en una base para nuestro modo de vida y el fundamento desde el cual trataríamos de ayudar a Raun. Esta conciencia que se desarrollaba nos permitía ver a nuestro hijo y a nosotros mismos con gran claridad y libertad.
La elección era posible y el acto de elegir era crucial. Por primera vez, las viejas creencias como: «yo no elijo mis sentimientos, éstos simplemente se apoderan de mí» y «soy una víctima de lo que me ocurrió en el pasado» y «no puedo remediarlo, soy así» podían cuestionarse.
Me di cuenta de que la personalidad podía ser considerada como una constelación de creencias. Entre cada suceso (así fuese real o imaginario, percibido o vivido etc.) y la reacción que sobreviene (así sea pelea o huida, miedo o alegria, indiferencia) hay una creencia. Es la esencia de todos nuestros sentimientos y necesidades. Cambien la creencia y cambiarán el comportamiento además de los sentimiento. Tan precisamente simple acertado que uno quedaba desarmado ante esas ideas.
Para el maestro de la Opción, no hay nada que juzgar... ni bueno ni malo. No hay diagnóstico. No va hacia objetivos específicos sino que permite que las preguntas surjan naturalmente de lo que el alumno declaró o respondió. Guiar a otros para que se ayuden a sí mismos a ver, a través de su infelicidad, las creencias subyacentes. Enfrentarnos con los sentimientis que tenemos y que no deseamos aparentemente, como la ansiedad, el temor, la furia, la frustración, la inseguridad, etc. Trabajar con la gente, permitiéndole tomar una dirección, aceptando sus símbolos verbales y sus opiniones privadas, es uno de los objetivos del método.
Este tipo de indagación dentro de la dinámica humana, me reveló algo que muchos de nosotros tenemos en común: creemos que tenemos que ser infelices y que esto puede ser bueno o productivo. Nuestra cultura lo apoya. La infelicidad es señal de sencibilidad, el tatuaje del hombre que piensa. Esta considerada por algunos como la única respuesta «razonable» y «humana» a nuestro mundo difícil y duro.
Podemos ver este mecanismo en acción continuamente; ser desgraciado y utilizar eso como medio para lidiar con nosotros mismos, con otras personas y otras acrividades:
Para dejar de fumar, tienes que temer morir.
Para motivarnos a comer menos y no ser obesos, sentimos pavor al rechazo.
Nos volvemos ansiosos como para obligarnos a nosotros mismos a trabajar más y lograr más.
Tenemos dolores de cabeza para valernos de una razón y evitar hacer algo que no queremos hacer.
Nos sentimos culpables, para castigarnos y asegurarnos de que no cometeremos los mismos errores en el futuro.
Nos sentimos tristes cuando alguien a quien queremos está triste, para demostrarle cuánto nos importa su situación.
Nos enojamos con nuestros compañeros de trabajo para hacer que se muevan más rápido.
Castigamos para prevenir.
Detestamos la guerra para sentir vivo a nuestro deseo por la paz.
Tememos a la muerte para vivir.
Estas son algunas de las presiones que somos capaces de padecer para no perder de vista lo que queremos o para motivarnos a obtener más... todo esto de tal manera qie estemos felices y realizados. Ultimamente esta dinámica forma parte del sofisticado sistema interno con el cul funcionamos.
Recuerdo un incidente fascinante con Thea, cuando tenía unos tres años. Vino silenciosamente una tarde y nos pidió chocolate. Como no teníamos chocolate en casa y tendríamos que haber salido a comprarlo en un momento es que estabamos ocupados, le dijimos que no. Quizá, le sugerimos, podríamos comprárselo en algún otro momento. Pero para esta jovencita decidida y llena de recursos, nuestra respuesta no fue satisfactoria. De acuerdo con la fibra de su personalidad, insistió. Su pedido inicial, que era amable, se transformó en una serie de súplicas. A los quejidos se le agregaban muecas. Su cuerpo se puso quieto y sus movimientos frenéticos. Thea podría haber estado preparándose para algún desafío importante, una batalla.
Consciente de no haber obtenido lo que quería, Thea se esforzaba cada vez más para pedir el chocolate. Reforzaba sus exigencias con una compleja sucesión de argumentos. Le explicabamos la situación nuevamente. Suzi le acarició el pelo y le dijo a la pequeña dínamo cuánto la queríamos. Por un momento, Thea se relajó y parecía satisfecha. Pero de pronto decidió pagar el tributo más alto y comenzó a llorar. Era asombroso ver el progreso de sus esfuerzos. Se había propuesto trabajar arduamente. Yo no quería que se sintiera infeliz, de modo que me senté a su lado, pasándole los dedos por la barriga y haciéndole cosquillas bajo los brazos. Comenzó a reir y se permitió largar una carcajada, al tiempo en que retiraba mis manos. Entonces, como yo seguía haciéndole cosquillas, se fue al otro lado del cuarto, en señal de protesta. Por espacio de dos segundos, me miró através de sus lágrimas y otra sonrisa atravesó las nubes de su «infelicidad». Sus ojos evitaban cuidadosamente los míos mientras se largaba a llorar nuevamente. Era como si dijera: «No me lo arruines, estoy tratando de obtener el chocolate haciéndoles creer que soy desdichada».
Las lágrimas corrían y dejaban de correr como si fueran una canilla. Podía reír con la misma facilidad con que lloraba. Thea creía que si paraba de llorar no obtendría lo que quería. El juego de la infelicidad era su arma. Más tarde ese día, Thea, Suzu y yo discutimos el episodio. Lo irónico fue que Thea era consciente de lo que estaba haciendo. Nos informó traquilamente: «Saben, cuando lloraba y todo eso... estaba tratando de engañarlos para que me compraran el chocolate».
Además de usar la infelicidad como un arma (como lo hizo Thea), muchos tenemos tendencia a usarla como un indicador para medir el grado de nuestros deseos y nuestro cariño. Cuanto más desdichados nos sentimos al no obtener algo que queríamos, o cuando perdemos algo que queremos, más pensamos que, en efecto, eso nos importaba. Recíprocamente, pareciaera que si no nos sintimos desdichados al no obtener algo que deseábamos o al perder algo valioso para nosotros, entonces quizá no lo queríamos tanto después de todo. Y mucho más temible es la idea de que si nos permitimos ser felices bajo cualquier o bajo toda circunstancia, podría ser, que de ahí en adelante no deseáremos nada y no nos podria importar nadie. Si estuviésemos totalmente conformes con nuestra situación, no nos moveríamos hacia nuevas oportunidades. También podemos temer el convertirnos en seres fríos, indidiferentes e incapaces de sentir.
Creo que mi mayor temor era pensar que si llegaba a sentirme perfectamente feliz, podía dejar de moverme. Pero al estar más contento conmigo mismo, encontré que esto no era verdad, por el contrario. Era más fácil desear más y tratar de lograr más, porque muchas veces el sentirme bien ya no estaba en juego. Si obtenía lo que quería o no, igual podía sentirme bien. Y también, al permitirme libremente el querer más, me vi obteniendo más.
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¡Levantate, hijo!
Teen FictionLo que escribiré aquí no es mio, esta novela es la copia de un libro que yo estoy leyendo, no me gusta escribir cosas de otras personas pero haré una excepción con este, lo escribo principalmente porque aquí en wattpad no hay alguna novela sobre aut...