10. Bando

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Las mismas paredes que vio durante los últimos cinco meses que vivió allí. Louis observó la habitación de hotel intacta, con la gigantesca cama perfectamente hecha y la moqueta limpia. Las copas del bar en su sitio y el característico olor a lavanda suspendido en el ambiente.

Louis hizo sonar sus nudillos mientras paseaba de un lado a otro frente a la cama. Sobre ella aguardaba un maletín marrón de cuero. Lo miró de reojo y volvió a dar otra vuelta.

Ya no quedaban horas. Ciro tenía que llegar.

Por fin. En cierta parte por fin.

Rascó su barba a contrapelo y dejó escapar un suspiro. Aquel nudo en el estómago lo seguía acompañando, cual perro fiel que seguía a su dueño entre gruñidos. Cual perro que en realidad era arrastrado por su collar. Cuando las horas se esfumaron, la culpa, el miedo y la ira arremetieron con fuerza, amenazando con expandirse como la gota de veneno que era capaz de inficionar todo un pantano.

Se acababa. Todo debía acabar aquel día.

Tenía el dinero, tenía cada dólar que se encargó de contar con desprecio, maldiciendo cada billete y montón, sintiendo un malestar y pesadez inexplicable cuando recordaba cómo aquella caja fuerte se abrió, arrebatándole el aliento, uno de momentáneo alivio, el último para luego dar paso a su mayor calvario.

La magnitud con la que Louis cayó en la realidad de que jamás se sentiría dueño de su propio destino, fue directamente proporcional a la certeza de asumir que quizás nunca había sido, en sí, dueño de algo.

Su pasado y futuro siempre habían estado condenados.

Dejó de andar muy joven. Siempre campó a sus anchas en un territorio donde en realidad estaba preso.

Apretó sus nudillos y estos volvieron a crujir. Tragó saliva cuando oyó la puerta abriéndose despacio.

Pensó que hacía setenta y dos horas la entrada a su remanso de paz particular también había sido igual, irrumpida despacio y sin permiso.

El nudo volvió a oprimir. Con saña, ardor.

Contuvo la respiración.

Los pasos fueron tal y como los recordaba, pesados, arrastrados, imponentes... Louis no fue consciente de cómo su cuerpo reaccionó al quedarse quieto a los pies de la cama, aguantando demasiado tiempo sin siquiera parpadear.

Dos hombres, rapados y de complexión ancha, con los mismos trajes negros y presuntuosas sonrisas. Como si hubieran sido arrancados de sus recuerdos y se reprodujeran ante sus ojos como hologramas.

Y el olor. A tabaco con los primeros hilos de humo bailoteando en el ambiente, llevándose consigo el aroma a lavanda.

Louis soltó poco a poco el aire retenido.

—Tomlinson.

El acento de la tercera persona, tras esbozar una de sus falsas sonrisas, lo heló. Sintió cómo cada vello de su cuerpo se izaba y el pecho se le aceleraba.

—Ciro.

Su voz salió ronca después de tragar saliva.

Hasta hacía tres días sólo una persona había logrado que Louis Tomlinson consiguiera saber lo que era el miedo; Raymond. A partir de entonces fueron dos. Ciro lo hacía temblar y no por su arrogancia o enormes gorilas. No por su porte imponente y perfecto papel de villano en una película. Lo hacía temblar porque era el único capaz de destruir lo que por una vez le hizo sentir libre y concebir fábulas, creyendo que sería capaz de escapar del todo de su prisión.

Ciro lo aterraba porque había descubierto su soplo de aire fresco y su luz. Descubrió a Harry, destapó a su Bambi.

El Mexicano caminó hasta posicionarse ante él, pasando en medio de sus fieles guardias, los cuales se colocaron de inmediato a los lados. Dio una calada a su cigarro y cruzando una tensa mirada, dejó escapar el humo por la nariz. Lento, con cinismo y sonriendo después.

As de picasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora