Magia

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Desperté y estaba en el negro asfalto de la carretera. Algo no estaba bien. No sabía dónde me encontraba, sin embargo, el lugar me parecía familiar. Estaba seguro de que había estado allí antes.

No habiéndome reincorporado por completo para echar un mejor vistazo a mis alrededores, alguien se me acercó. Me di cuenta por el fétido e inmundo olor a ogro y el sonido de unos andrajosos zapatos arrastrándose por el asfalto. No se trataba de un ogro, sino de un mundano adulto de aproximadamente cincuenta años con el pelo enmarañado. Empezó a examinarme como si tratara de encontrar algo en mi ropa o en mi cercanía. Y ahí estaba mi querido y extraviado libro de conjuros en el suelo abierto de par en par en la sección de los conjuros más básicos, los trucos, en la página del oro de los tontos. Y la ironía era tal, pues para el que no sabe de magia cualquier conjuro es idéntico a los demás y tan inútil como una página llena de garabatos, que el indigente cogió el libro con todo el descaro posible frente a mi atónita mirada. Permití que se alejase algunos pasos por seguridad y luego procedí a lanzar un conjuro de parálisis sobre el individuo con la sorpresa de que no surtió efecto alguno. "No hay prisa", pensé. Me acomodé mejor y recité las palabras mágicas de la telequinesis: una conjuración que me ayudaría a arrebatar el místico libro de las manos del ladrón y lo llevaría volando de vuelta a las de su propietario. Pero nada, ni un chasquido. Para cuando estaba tratando de llevar a cabo mi tercer intento ya era demasiado tarde, el ladrón se había perdido entre las calles de la extraña ciudad.

¿O no? Todavía tenía una oportunidad de alcanzarlo y bajo ningún concepto la iba a dejar escapar. Me puse en pie y salí corriendo tras él. Dejé atrás una biblioteca, la estatua de un antiguo guerrero, una fortaleza con una gran plaza, calles, luces y sombras. La ciudad estaba sumida en un silencio sepulcral lo que facilitó localizar con rapidez la dirección en la que huía el malhechor.

Tras un largo recorrido, le di alcance en medio de un bulevar donde se detuvo frente a una fuente que sostenía en su ápice un curioso artefacto que marcaba el tiempo con exactitud: no es suficiente para los mundanos saber que es de día cuando la aurora despunta y de noche cuando el sol se oculta dejando paso a su hermana menor. Saqué las dos piezas de oro que tenía en el bolsillo.

—Tome esto y devuélvame el libro, por favor —le dije al recuperar el aliento.

Sin embargo, el hombre sucio, agitado y maloliente tenía asuntos más importantes que resolver con alguien más. Movía su cabeza a uno y otro lado musitando palabras ininteligibles.

—¡Señor! —intenté llamarle la atención.

—Shhh... escucha —dijo volviendo sus ojos hacia mí.

Se sentó en el borde y acercó su oreja a la ornamentada fuente.

—Demonios —dijo—, están en todas partes. Yo solía ser un sacerdote, ¿lo sabías? Y no me faltaban riquezas, pues vengo de una familia adinerada.

—Escuche... —empecé a decir.

—Pero lo perdí todo, ¿sabes cómo?

—Mire, sinceramente...

—Apostando. Todo dinero que caía en mis manos lo apostaba y en cuestión de meses perdí todo lo que tenía y tuve que abandonar la iglesia.

Ya no lo soporté más.

—¡Usted acaba de robarme! ¡Mi libro, mi aire y mi tiempo!

El libro de conjuros se levantó del regazo del vagabundo y empezó a flotar hacia mí. El agua sucia de la fuente burbujeaba: un signo de magia. Atónito de que funcionara mi involuntario conjuro de telequinesis, tomé el libro entre mis manos. Aterrado, el vagabundo se puso de pie y echó a correr. Después de eso desperté, pero justo antes juro haber escuchado a esa fuente gruñir.

Mago terrenalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora