Una mañana más, la sirvienta corrió las cortinas, dejando que la luz entrase. El joven príncipe se encontraba enterrado en una pila de mantas y mullidos cojines, por lo que se vio obligado a soltar un pequeño gruñido a forma de queja al sentir toda aquella luz en su rostro.
-Buenos días señorito-dijo en voz no demasiado alta la mujer que había corrido las cortinas-Su traje está sobre la silla, y el guardia le espera en la puerta. El desayuno será servido en una hora.
Hizo una reverencia y salió del cuarto con el mismo sigilo con el que había entrado.
Luke se sentó en la cama y bostezó, estirando los brazos. Nunca entendía por qué le levantaban una hora antes, si tan solo le tomaba media hora arreglarse. Se levantó resignado y se aseó un poco. Miró en el espejo reluciente su pálido cuerpo desnudo y suspiró. No tenía nada que ver con su hermano mayor, a pesar de que la diferencia tan solo era un año. Bajito, delgado, ni un ápice de tonificación en su nívea piel.
-Que desilusión...-suspiró y se apartó de delante del espejo para ir a cambiarse.
Tenía envidia de su hermano. Mucha. Él era suficiente, espectacular, hermoso. El futuro Gran Rey. Pero Luke tan solo era "el hermano rubio del príncipe". Un insignificante punto en aquel gran castillo, en el que solo vive para que vean con buenos ojos al actual rey. Pero no se podía quejar, tenía todos los lujos que se le antojaban, y prefería eso a tener que sobrevivir en las calles más horribles del reino. Tocaron a la puerta un par de veces, lo que le sacó de sus pensamientos.
-Príncipe, se está retrasando-la voz del guardia resonó tras la puerta.
-Oh, sí, ya salgo.
Acabó de ponerse las botas y se puso la chaqueta, pues con la llegada del invierno el castillo de piedra se enfriaba notablemente, y en los largos pasillos podías sentir como se te congelaban la punta de los dedos y los pies.
Salió de sus aposentos para encontrarse con su guardia personal, el cual era la única persona en todo el reino que le llamaba príncipe, y probablemente la única persona a la que aguantaba de verdad. Era un joven alto, de unos 28 años y metro ochenta por lo menos. Casi no se despegaba de él en todo el día, pero siempre respetaba su espacio personal, y solo hablaba cuando debía, lo que le hacía aún más tranquilo. Aquella medida de seguridad de que un guradia acompañara a cada miembro de la familia real se debía a las constantes revueltas que se producían últimamente en el pueblo, y al parecer, el rey temía profundamente ser atacado. Pero el joven príncipe estaba bien con ello, pues probablemente era la única companña agradable que podría tener en aquella jaula de oro.
Bajó al comedor pequeño, donde realizaban todas las comidas del día cuando no hacían un gran banquete. En la mesa ya estaban sentados la reina y su hermano. Su padre, el rey, siempre era el último, pues vivía "muy ocupado". En realidad probablemente habría pasado la noche con alguna doncella del castillo, al igual que hizo con su madre la noche que la dejó embarazada de él.
-Buenos días.
A cambio, recibió un cabeceo por parte de los otros dos comensales. Su guardia sacó la silla para que pudiera sentarse y le dedicó una mirada en forma de agradecimiento.
El silencio le encantaba, pero no de aquella manera. Los escasos encuentro "familiares" que tenían al día eran siempre silenciosos, o se hablaba del tiempo. El tiempo: el peor tema de conversación que podría haber en la tierra. Suspiró casi imperceptiblemente, pues a demás de eso, a nadie le agrababa su presencia en el castillo, eso estaba clarísimo.
El rey llegó, todos saludaron y comenzaron a servir el desayuno. Nada diferente a los demás días.
-Han cruzado la frontera-comentó de golpe su padre. Todas las miradas fueron dirigidas a él.