Capítulo 3

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—Tengo mucho frío —le dijo ella levantando apenas la vista. Él encendió la calefacción.

—¿Vas a dejar que te revise? —le preguntó con una sonrisa complaciente.

Ella sonrojada asintió. Aún se sentía muy tensa pero entre la amenaza del médico y lo agotada que estaba, simplemente no se podía resistir más. Se recostó en la cama con una mueca de dolor. Ahora que la adrenalina había bajado, volvieron los dolores.

—¿Dónde te duele?

—La espalda.

—Trata de ponerte de costado.

Así lo hizo. Le subió la blusa casi hasta los hombros y empezó a palparla por todas partes. Ana no podía evitar estremecerse con aquel contacto. Sus puños estaban cerrados muy fuertes, le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes y sus pies se retorcían, luchando uno con otro. Era un total amasijo de nervios. Esto no pasó inadvertido a los ojos de Marcos pero intentó seguir con el examen.

—¿Por eso tomas los calmantes?

—Sí —respondió bajito.

Le hizo unas preguntas sobre frecuencia, lugar exacto y niveles de dolor.

Luego le bajó la blusa y le dijo que se diera vuelta.

Le levantó la blusa por delante, hasta la altura de los pechos aún cubriéndoselos. Ana lo dejaba hacer pero no estaba tranquila. Su puño cerrado arrugaba las sábanas, tensando los músculos de su antebrazo una y otra vez.

La auscultó con el estetoscopio en varias partes de su pecho, entre sus senos, más arriba, más abajo. Lo dejó a un lado y le presionó el vientre y el estómago. Ana quería que toda aquella tortura terminara.

Le bajó la blusa, le tomó la presión y después se puso a estudiar su cara. Le dijo que sacara la lengua, la miró con una espátula y con ambas manos al costado de su cara le revisó sus ojos. Aflojó sus pulgares y la miró detenidamente muy de cerca. Ana no lo resistió más, bajó la suya y una lágrima se escapó, rodando por sus pecosas mejillas.

—Te ves muy cansada. ¿Has dormido bien?

—No —dijo en un tono casi inaudible.

Marcos murmuró.

—¿Calambres en el estómago?

—No.

—¿Náuseas, vómitos?

—Sí y no.

—¿Diarrea?

—Un poco —contestó avergonzada.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste?

No contestó.

—Ana —la increpó con tono firme.

—Ayer.

—¿A qué hora?

—Cena

Él suspiró y negó con la cabeza.

—¿Y qué cenaste?

La miraba impaciente.

Ella presentía que no le iba a gustar su respuesta pero estaba demasiado agotada como para mentir.

—Una banana y yogur.

—Mmm... ¿Y llamas a eso una cena?

—No. Pero no podía comer nada más.

Inspiró hondo y siguió hablando.

—Bueno, la espalda no creo que sea nada grave. Parece ser muscular. Te voy a derivar con un amigo mío. Creo que puede solucionar tu problema. Es fisioterapeuta y quiropráctico. Te voy a recetar un medicamento para proteger tu flora intestinal y tienes que tomar mucha agua y comer. Una comida decente, rica en proteínas e hidratos de carbono...

Marcos seguía dándole indicaciones pero ella se había quedado colgada en una sola cosa.

—Masajes, camillas... —dijo ella de pronto en un tono sombrío.

—¿Qué? —Preguntó él algo desconcertado. Cuando entendió a qué se refería, contestó asintiendo, mientras seguía llenando órdenes médicas.

—No gracias. Dame mis pastillas y voy a estar bien.

Él la miró con expresión autoritaria.

—Estas pastillas no te las voy a devolver. Aparte de darte sueño te pueden causar problemas en el hígado y hasta en el corazón y claramente has abusado de ellas.

No discutió más. Sabía cuando estaba hablando contra una pared.

—Quiero irme a mi casa.

—Te voy a llevar a tu casa pero antes tienes que comer y descansar. Ya vuelvo. Y no intentes escaparte de nuevo. —Antes de desaparecer, esbozó una sonrisa como que aquella orden hubiese sido una broma. Ella se tranquilizó un poco.

Le llevó comida al cuarto, un suntuoso guiso pero no pudo convencerla para que se quedara a descansar. Después que la observó terminarse el plato, la acompañó hasta su apartamento dos pisos más abajo.

Una vez ahí se aseguró de acostarla en su cama.

—Ana.

Silencio.

—¿Por qué te pusiste así de agresiva?

Ana no contestaba. Se limitó a apretar la mandíbula.

—Está bien, no voy presionarte. Voy a hacer una llamada.

Ana quería que se fuera. Se sentía invadida en su propia casa.

Marcos se fue de la habitación y se puso a hablar por teléfono paseándose por toda la casa. Al rato volvió a entrar.

—Bueno, mañana tienes consulta con mi amigo. Es a las ocho, te va a hacer el favor de quedarse fuera de hora.

—Puedes decirle a tu amigo que muchas gracias pero no voy a ir.

Él se pasó las manos por su rostro en clara señal de frustración.

—Ana, no me obligues a llevarte a rastras. Ya te dije que tomar esas pastillas sin control es peligroso. No te voy a hacer receta para unas nuevas. De verdad creo que mi amigo puede solucionar tu problema. ¿Por qué no quieres aceptar mi ayuda?

Ana también se estaba frustrando.

—Dejé que me revisaras. —Otra vez el escalofrío por la columna. —Pero fue sólo esta vez. No quiero que nadie más me vuelva a tocar, ¡ni tú, ni tu amigo! —Ya estaba gritando. —Ahora muchas gracias por todo pero te voy a pedir que te retires de mi casa.

Marcos no lo podía creer. Qué terca era. Pero enseguida la recordó hecha un ovillo en su cama, con la navaja en la mano, horrorizada y diciendo que no la lastimara. Estaba ocultando algo y ésta era su forma de mantener a todo el mundo alejado. Entonces se obligó a calmarse.

—Está bien. Por hoy te voy a dejar tranquila. Descansa. Mañana te vengo a ver. Y me tomé el atrevimiento de robarte las llaves para que no te levantes a cerrar. Mañana te las devuelvo. ¿Tienes alguna copia?

Ella asintió y él se fue rápidamente sin darle tiempo a ella de protestar.

Ana pensó dos segundos como haría para evitar que la arrastrara hasta el quiropráctico y dos segundos después, se quedó dormida.

Fuego Oculto - El renacer de una mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora