EPÍLOGO

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Entro a la habitación como un huracán.

Estoy hecha un lío.

Tampoco podría importarme menos.

Las lágrimas se deslizan sin control por mis mejillas hasta desaparecer en el interior de mi vieja sudadera favorita, apenas puedo respirar, siento que me asfixio.

Me quedo en medio de mi habitación, no para contemplarla por última vez si no para tomarme un momento y repetirme que estoy haciendo lo correcto: no tengo porqué soportar esto un segundo más.

No tengo porqué.

No puedo.

Paso las palmas de mis manos por mis mejillas, restregando con rabia mis lágrimas; hago el mismo proceso con mis ojos, pero aún así no puedo dejar de llorar. Me repito que está vez, a diferencia de todas las anteriores, no estoy llorando por él, aunque él haya sido la principal razón que desencadenó esta situación.

Quiero dejar de pensar en ello.

Como puedo, aún entre lágrimas, me dirijo hasta la cama y saco la vieja maleta que guardo debajo de ella, arrastro al menos una docena de cajas de zapatos mohosas y polvorientas con la acción. No me importa, aunque una repentina alergia retrase mis planes. Cuando logro respirar con normalidad otra vez, la abro con algo de prisa, temiendo que alguien me descubra por primera vez. Intento secarme las lágrimas mientras con mi otra mano libre tiro todo el contenido que almacenaba —documentos viejos mayormente— sobre el colchón.

Hay un montón de sobres que ni siquiera me molesto en revisar.

Ya no importan.

Me levanto del suelo y me apresuro a tomar la escasa ropa que tengo colgando del armario que le falta una puerta, también la ropa limpia que dejé sobre la silla de la entrada con la excusa de que la  doblaría después; como puedo la meto en ella sin molestarme en ordenarla.

No tengo tiempo.

No puedo más.

Hago peso sobre ella para intentar cerrarla cuando recuerdo que me falta algo importante; algo que no podría dejar. Corro hacía el peinador, tropezando con algunas de las cajas que están regadas por el piso de la habitación y que no me molestaré en devolverlas a su lugar. Tomo con sumo cuidado la caja musical que me regalaron por mi cumpleaños número dieciséis; ahí guardo todos mis ahorros pero al darme vuelta golpeo otra caja no tan llamativa que hace mucho no le prestaba atención y que ubiqué en la esquina del peinador por la misma razón.

A pesar de que está cubierta de polvo, el rojo del que está compuesta sigue luciendo atrayente.

Ahora su contenido está regado por todo el piso, intento no prestarle atención pero cuando recuerdo de que se tratan el montón de notas que ahora decoran la desgastada moqueta de la habitación una lágrima solitaria corre por mi mejilla con libertad.

«No me merezco esto», dice una nota sin firmar que escribí hace más de cuatro meses y que ahora está sobre mis pies, como una señal.

Hay cuarenta o más esparcidas en el lugar, recuerdo el contenido de algunas, quizás de las que más me marcaron, aún así no me atrevo a leerlas detenidamente.

No puedo.

Vuelvo a meterlas dentro de la caja, arrugandolas sin querer.

Cuando guardo la última nota, me quedo en el suelo un rato, rodeada de cajas viejas, mohosas y polvorientas de zapatos que contienen un montón de recuerdos y pertenencias, con una caja roja aferrada a mi regazo, una maleta armada sobre la cama que ni siquiera puedo cerrar, unos ahorros que pueden ayudarme a sobrevivir unas cuantas semanas y una nota en mano que explica mi sentir.

Minutos después, cuando el sol cae y la luna se asoma, decido firmala y colocarla en una esquina del viejo espejo de mi ahora antigua habitación.

Luego me marcho sin más.

FIN

Daños colaterales del amor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora