Detesto las cursilerías. Recuerdo hacer muecas de asco cada vez que escuchaba a alguien tener una cariñosa discusión sobre quien quería más al otro, hasta que cumplí trece años y un chico nuevo llegó a mi misma escuela.
No digo que me enamoré a los trece, creo que a esa edad conocemos el cariño, pero llamamos enamoramiento a cualquier cosa, este chico me daba un amor lindo, una amistad que nunca esperé tener, pero cada vez que hablaba con él, anhelaba que fuera para siempre.
La primera vez que le vi, me pareció que su cabello tenía vida propia, lo que ocasionó que me riera y llamara su atención, un poco intrigado y tímido se acercó a preguntarme que qué me causaba tanta gracia, recuerdo haberme avergonzado tanto como para dejarlo ahí parado y salir corriendo hasta que estuve lo suficiente lejos como para sentirme segura con la distancia para admitir que me reía de su cabello.
Al otro día se presentó ante mi totalmente peinado, ya no estaban sus leves rulos color negro que habían llamado mi atención.
—¿Así está mejor? —preguntó un poco avergonzado —. No quiero quedar como el payaso por mi cabello ante estas personas. Ser el nuevo nunca me pareció peor idea.
Sus palabras me hicieron sentir culpable. El día anterior no me había reído porque me estuviera burlando de su cabello, no fue una risa de esas, fue más de las nerviosas. Siempre había visto chicos con el cabello peinadísimo o corto, lo cual les quedaba genial y era su elección, pero era un poco aburridos verlos a todos iguales. Cuando vi a Dean por primera vez, me dieron ganas de juguetear con su cabello y me transmitió confianza, se veía divertido y con una pizca de picardía.
—No creo que puedas quedar mal ante estas personas, te ves majo, las conquistaras en menos de una semana —dije. Y no me equivoqué, lo hizo — . Por cierto, te quedaba mejor ayer, te veías más como tu mismo, con tu propia personalidad.
Aunque han pasado años desde aquella conversación, aun puedo sentir como se colorearon mis mejillas al ver una sonrisa un poco traviesa y dulce, justo como el lo era.
Aquel chico hizo que, por un tiempo, dejara de detestar a las personas cursis, porque cada vez que él decía que me quería más, se me era imposible no querer gritar y demostrarle que mi amor por el era tan inmenso que ni siquiera yo misma podría imaginar cuanto lo quería. Yo ganaba.
Ahora, el es la razón por la que vuelvo a odiar las cursilerías.
Nadie que te quiere te hace daño. Nadie que te quiere, te rompe el corazón.
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Lo que nos une
Teen FictionDicen que los más grandes amores pasaron por pruebas difíciles, pero, ¿Cómo saber a ciencia cierta, si todos los amores están dispuestos a perdurar con todos esos obstáculos? ¿Podrá un loco amorío juvenil ser uno de esos amores que marcan y perduran...