Wendy

162 10 2
                                    

¿Has tenido alguna vez la sensación de que tu vida no pue-
de ser más monótona y aburrida? ¿No? Pues yo sí. Llevo cua-
tro años trabajando en la misma cafetería. Ahorrando hasta
el último céntimo posible para poder costearme los estudios,
los gastos y el alquiler de una habitación en un piso comparti-
do. Mi vida no es fácil. Nunca ha sido fácil, pero sigo adelante
como buenamente puedo.
—¿Qué turno tienes hoy, Wen? —me pregunta Mary, aso-
mando la cabeza por la puerta de mi habitación.
—Esta semana estoy de tarde. Ahora tengo que ir a la fa-
cultad. ¿Querías algo? Si me da tiempo, vendré a comer —le
pregunto, sin dejar de meter mis cosas en la bolsa.
—Nada, solo me preguntaba si te apetecería venir conmigo
a una fiesta —comenta, terminando de entrar en la habita-
ción, y se tira sobre mi cama para ver mi gesto—. Vamos...,
será divertido, conocerás a gente nueva, te presentaré a un
par de chicos. Son espectaculares, te lo juro. —Una chispa
ilumina su mirada y se le dilatan ligeramente las pupilas.
—No sé, Mary. Tengo mucho que hacer, varios trabajos, po-
nerme al día con los apuntes... Y creo que mañana tengo un
examen y quiero prepararlo bien. —Busco cualquier excusa,
por más absurda que pueda sonar, con tal de librarme de la
fiesta.
No se me da bien relacionarme con la gente. Me miran como
si fuese un bicho raro, y eso me hace sentir más incómoda de lo que ya suelo estar cuando me encuentro con gente que no
conozco. El único lugar en el que me desenvuelvo bien es en
la cafetería, porque allí simplemente me dedico a preguntar
lo que desean, servirles y cobrarles. A veces recomiendo algún libro a clientes asiduos que suelen pasar la tarde leyendo
en la terraza, tomando café y algún dulce que se les haya antojado en algún momento de la tarde. Los miro con envidia.
Envidia sana, claro. Porque jamás me he permitido el lujo de
perder mi tiempo con esa calma. Espero que algún día pueda
hacer eso sin pensar que no voy a llegar a fin de mes.
—No te voy a obligar a nada, pero piénsatelo, ¿sí? Me gustaría verte disfrutar por una vez, que te relajes un poco —comenta, levantándose de nuevo, y besa mi mejilla con cariño
antes de marcharse.
Observo cómo sale y cierra la puerta tras ella. Y entonces,
solo entonces, me permito soltar un suspiro hastiado. Claro
que me gustaría salir a una fiesta e intentar conocer a gente
nueva, pero ¿qué me iba a poner? No tengo ropa que se pueda
usar para ir a una fiesta. Mi armario es muy básico y sencillo.
Tanto que no tengo ni unos míseros zapatos de tacón.
En ocasiones envidio a mis compañeras de piso, que no tie-
nen preocupaciones. Sus padres les pagan todo y hasta vienen a visitarlas. Alguna vez me han preguntado cómo es que mi familia no viene a visitarme. Alguna vez he pensado en
contarles la realidad de mi vida, pero no quiero que sientan más lástima de la que ya sienten por mí. Ya debe ser bastante penoso tener una compañera de piso que no tiene vida social,
cuya existencia se basa en estudiar y trabajar. A veces pienso
que estaría bien trabajar como extra en algún pub o discoteca porque pagan muy bien la hora, pero luego me paro a pensar en cómo hacerlo si no tengo ropa de fiesta para estar
presentable. Rápidamente se me quitan las ganas de pedir dicho trabajo. Sí, no te lo voy a negar, soy una rajada que no se atreve a salir de su zona de confort. ¿Qué le vamos a hacer? Soy realmente patética.
Salgo de mi dormitorio y me encamino a la cocina a coger
el sándwich y el táper que me he preparado, como siempre,
por si se me viene la hora encima y no puedo pasar por casa
antes de ir a trabajar. Los meto en la bolsa junto con una bote-
lla de agua y me despido de Mary y Sharon, que están hablando animadamente sobre la fiesta de esta noche y la cantidad de chicos guapos que habrá.
—¿Te has dado cuenta de que no sabemos ni el día del cumpleaños de Wen? Llevamos viviendo juntas más de dos años y solo sabemos su nombre —comenta Sharon cuando piensa
que ya no la puedo escuchar; decido quedarme quieta en el pasillo, con el pomo de la puerta en la mano.
—Es tímida y siempre está estudiando o trabajando. Es un poco difícil entablar conversación con alguien que casi nunca está presente —responde Mary—. Me da pena, ¿sabes? Quizás deberíamos...
Ya he escuchado suficiente. No es necesario oír algo que es
más que evidente y que yo misma me repito todos los malditos días de mi vida.
Salgo y cierro con mucho cuidado para que no sepan que he
escuchado parte de su conversación. Bajo las escaleras como
siempre, tres pisos no son nada a no ser que vaya cargada. Al salir a la calle, la suave brisa matutina me hace sentir un escalofrío que me sacude el cuerpo, pero apenas le hago caso
y sigo mi camino hacia la facultad. Está a media hora a pie y diez minutos en transporte público, pero prefiero ahorrarme esos viajes del bono para ir de la facultad al trabajo. Y doy
gracias a que tengo la rebaja por ser estudiante; de no ser así, me saldría más caro, y eso me obligaría a buscarme sí o sí otro trabajo que puede que no me pueda permitir adquirir si tengo que usar mi ropa.
Saco los auriculares del bolsillo y el móvil para ponerme algo de música. El inicio de Million eyes de Loïc Nottet me saca de mis pensamientos depresivos y empiezo a aligerar el paso. No porque tenga prisa, sino porque siempre me ha gustado cami-
nar ligera. Al ser temprano me cruzo con poca gente caminando, pero con alguien me cruzo de vez en cuando. Observo el tráfico, en coche se ve más gente. Veo los coches parados en
la calzada mientras yo camino en dirección contraria. Algún que otro conductor toca el claxon de forma enérgica, como si eso pudiera servir de algo. Y por un momento agradezco que no me pueda permitir tener ni vehículo propio, porque así me
libro de los atascos y del estrés que veo que eso conlleva. Va sonando una canción tras otra en mis auriculares y pierdo la noción del tiempo y de dónde estoy, hasta que casi doy
de frente con la puerta de entrada de la facultad. Me encamino al aula de Literatura Española. No ha llegado ni el profesor. Me siento en la primera fila, pero en uno de los laterales, para
no estar en el punto de mira del profesor. Por suerte, el profesor García se dio cuenta de la vergüenza que pasaba siendo el centro de atención y no suele hacerme exponer los ejercicios delante de todos. Y yo se lo agradezco, porque cuando todos
me miran me tiembla el pulso, se me acelera el corazón tanto que parece que me está latiendo en los tímpanos y no soy capaz ni de escuchar lo que estoy diciendo. Saco los apuntes del último día, que ya los he pasado a lim-
pio, y me pongo a repasarlos con tranquilidad. La mañana se me pasa volando, tanto que ni me he dado cuenta de que ha sonado el timbre. No me puedo creer que ya tenga que ir a trabajar. Y eso que quería saltarme la última clase para ir a comer a casa. Por suerte, me traje el tupper de comida y podré comer en la terraza antes de incorporarme al trabajo.
El trayecto de la facultad al trabajo es media hora en autobús. Lo bueno es que a esta hora no suele estar lleno y me puedo sentar sola en los asientos del final. Saco los apuntes de teatro. El profesor nos ha mandado realizar un análisis de la obra La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, para dentro de un mes. Lo bueno de este profesor es que nos
pone buenos plazos para los trabajos y me da tiempo de sobra para entregar el trabajo como yo quiero.
—Buenas tardes, señorita Párraga. No sabía que cogía esta
línea de autobús.
La voz del profesor García me saca de mis pensamientos
con un leve sobresalto y cierro los apuntes de golpe, algo
avergonzada.
—Ho-hola, profesor García. Sí... Debo ir a trabajar —tartamudeo al contestar. No esperaba ver a nadie «conocido» en el autobús.
—Pensaba que, con la beca que tienes, tus padres podrían
ocuparse del resto de los gastos tranquilamente. —Me mira
desde su asiento, parece haberse dado cuenta de mi cambio
de postura.
—No, ellos no... Yo me costeo todos mis gastos —digo en
un suave susurro que no sé si habrá sido capaz de escuchar.
—Deben de estar muy orgullosos de ti. Eres una alumna realmente excelente. Todo el profesorado lo comenta en la
sala de profesores —comenta, con una leve sonrisa.
—Sí, supongo que sí. —No lo saco de su error en ningún momento y me quedo mirando el carpesano porque no sé qué más decir.
El profesor me mira un poco afligido, parece que esperaba poder entablar una pequeña conversación durante el trayecto, pero la verdad es que no sé qué decir. Me mira asintiendo y suelta un leve suspiro.
—Si en algún momento necesitas ayuda con el trabajo o cualquier cosa que necesites aclarar, puedes contar conmigo. No dudes en pedir una tutoría, estaré ahí para escucharte y
ayudarte en todo lo que me sea posible.
—Gracias, profesor. No dudaré en hacerlo —sonrío con timidez.
Él asiente y vuelve a sentarse mirando al frente, dándose por vencido. Después de eso, el trayecto lo paso escuchando música y pasando apuntes a limpio, así voy adelantando
trabajo para la noche.
Al llegar a mi parada bajo del autobús, que para justo delante de la cafetería. Saludo a mi compañera y me siento en una de las mesas libres. Saco la comida para ir comiendo mientras
sigo pasando apuntes a limpio hasta que se hace la hora de entrar. Voy al vestuario, me cambio, hacemos el cambio en la caja y, como siempre, me quedo durante una larga tarde
sirviendo prácticamente lo mismo a los clientes de siempre, hasta que llega mi compañera para hacer el refuerzo.

Llévame a Nunca Jamás  "La historia detrás de la leyenda"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora