El despertador suena a las 5:45 de la mañana, asustándome, a pesar de que suena todos los días. Abro los ojos de golpe, y me remuevo entre las sábanas. Alguien toca mi puerta, y suelto un gruñido.
—¡Arriba, sanguijuela olorosa!— Grita una voz infantil al otro lado de la puerta.
—¡Ya son las siete, vas a llegar tarde!— Le hace coro otra chillona voz.
—¡Sé que no son las siete, Julie!— Grito de vuelta. Las oigo reír maliciosamente.
—¡Desconfiguramos tu reloj, tonta! ¡Sí son las siete!— Exclama Julie, y escucho como ambas salen corriendo. Me levanto sobresaltada buscando mi celular para chequear la hora, aterrada sabiendo que sí son capaces de desconfigurar mi despertador. 5:45 am. Entonces, recuerdo que ni siquiera saben leer. Bufo.
—Novata—. Digo, para mí misma. Me estiro en el borde de la cama, y observo mi habitación. La cama de Emma fue trasladada a la bodega, y sólo la sacan cuando viene de visita, así que tengo mucho más espacio. Al lado de mi cama, está un gran escritorio de madera blanco que papá confeccionó para Emma y para mí; es tan grande, que ambas éramos capaces de trabajar o estudiar en él al mismo tiempo. Sin embargo, ahora hay una sola silla de escritorio de color celeste. En la esquina junto a la ventana, hay dos pequeños estantes para libros, también hechos por Pa. Frente a ellos, tres sillas puff de distintos colores que compramos entre Emma y yo.
Al pie de mi cama, hay dos cajas de pizzas vacías de la noche anterior. Debo botarlas antes de que se infesten con hormigas. Y, decorando la pared detrás de mi cama, hay unas cuantas fotos de mis amigos, familia y yo que tomamos con la polaroid que me regalaron en mi cumpleaños número 15.
Suspiro y me dispongo a salir de mi cuarto. Recojo las cajas de pizza, abro la puerta, y evalúo que no hayan gemelas malvadas a la vista. Una vez confirmo que es seguro, salgo y bajo las escaleras.
—¿Pizza de desayuno?— Interroga mi madre, sonriente.
—No, Siena y Thomas pidieron ayer. Son sólo las cajas—. Aclaro, ella sonríe aún más y me besa la mejilla. Mi madre, Brooke Taylor, es una de las mujeres más dulces que he conocido. Aún así, consigue mantener en línea a las gemelas. O al menos, es la que mejor lo hace. Su cabello es largo, negro y liso. Y tiene un par de pequeños ojos azules hipnotizantes, junto con una pequeña regordeta nariz que le dan un aspecto tierno, colaborando con su personalidad. Tiene unos cuantos kilos de más que no logró reducir luego de su último embarazo, pero estos simplemente la hacen ver aún más hermosa.
Salgo al patio trasero, y dejo las cajas en su respectivo basurero, luego subo a bañarme.
—¿Hay alguien en el baño?— Le pregunto a mi madre, colocando un pie en el primer escalón, lista para correr. Dos pequeñas cabezas cubiertas de una melena castaña cobriza se asoman por detrás del sillón. Mi madre musita un "corre" y no dudo en obedecerle. Echo a correr escaleras arriba, con las gemelas pisándome los talones. Nos cruzamos con mi padre por el pasillo, quien me hace porras— ¡Buenos días, pa!— Lo saludo. Llego victoriosa al baño, y cierro la puerta con seguro detrás de mí.
—Estaremos acechando, Laia Taylor—. Asegura Mia con voz tenebrosa desde el otro lado de la puerta, y escucho a Julie reír maliciosamente.
Las ignoro y analizo mi figura frente al gran espejo posicionado en la pared del baño. Siempre me he considerado un punto nulo, o una masa neutra. Mi cabello no es ni negro, ni castaño; ni liso, ni ondulado. Mi piel no es ni blanca, ni morena; no soy ni alta ni baja, ni gorda ni flaca. No soy ni una cosa, ni la otra.
Emma es idéntica a mi madre, de cabello negro y liso, y ojos azules. Los gemelos se parecen a mi padre, rubios y de ojos cafés. Las gemelas, son una combinación, con cabello cobrizo y ojos verdes. Yo, no soy ni mi madre ni mi padre.
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Las memorias de una mentira que se amó
RomansUna historia agridulce sobre amores efímeros que a la misma vez son eternos. El amor es un concepto abstracto y difícil de entender; o al menos, así solía pensar Laia. Y, para colmo, Isaac le confirmó que estaba en lo correcto. Sin embargo, no se d...