Capítulo 4

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El viento me despeinaba. Si bien el casco me cubría, lo poco que sobresalía se hacía en nudos. El calor y el sol se fundían dando paso a uno de los últimos atardeceres de marzo. No hablamos cuando me subí, tampoco me dijo a dónde me estaba llevando. Puerto madero estaba cerca, pero aún repleto de turistas. Me sabía zona norte de memoria, pero tomó un camino que desconocía completamente.

Todo en lo que podía pensar era en mi mamá, y en como le gusta a esa hija de puta cagarme la vida. Cualquiera puede ser madre si tenés un ataque de responsabilidad cada tres años. El último le duró dos semanas, me pregunto hasta cuándo aguantará este.

Paco dejó la moto en la entrada de una calle. Puso el candado y guardó el casco en el asiento. No me gustaba que él no usara ninguno, sobre todo si el único que tenía era para dármelo a mí.

―Por las dudas no saques el teléfono.

Que buen consejo, me hace sentir re segura.

Era lo más próximo a un callejón que había conocido. Mi mamá vivía en uno parecido.

Me tomó de la mano, pero confirmó que estuviera de acuerdo. Asentí y terminó frenando frente a una puerta de madera abandonada.

―Hay astillas ―aclaró.

Tenía un tono de voz tan calmado que pude percibir la paz que quería transmitirme.

El lugar no era nada más que una casa abandonada. Una casa enorme. A simple vista tenía dos plantas que estaban unidas por una escalera caracol con escalones rotos. Las paredes que no estaban derrumbadas eran apenas unas pilas de ladrillos. El piso estaba repleto de vidrio en mil pedazos, que supongo son de los espacios vacíos que hay en los marcos de las ventanas. Algunos muebles están cubiertos por sábanas viejas o nylon sucio. No vi ratas, pero estoy segura que algún bicho parecido hay.

Paco me guió hasta otra escalera.

―Esta es firme, la instalé hace poco.

Trepé los escalones que terminaban en uno de los pasillos de la planta alta. Había rastros de barrotes de madera, pero en ese lado solo quedaban los huecos. Alcanzó mi altura y me arrastró hasta la única puerta, a excepción de la entrada, que seguía en pie. Abrió con cuidado y miró para ambos lados antes de asomarse. Tendió la mano de nuevo, pero ya no estaba tan segura de tomarla.

Estaba a quién sabe cuántos kilómetros de mi casa con un tipo que seguía siendo un desconocido. Era el ejemplo perfecto de lo que las mujeres no tenemos que hacer si queremos seguir vivas. Ya saben, patriarcado, femicidios y esas cosas.

Bueno, si quisiera matarme supongo que ya lo hubiese intentado.

―Puedo sola ―sinteticé.

Bajó la mano y solo ahí pude darme cuenta que tenía buenas intenciones. Señaló para que entrase.

Sorprendentemente, la puerta no conducía a una habitación, sino a una enorme terraza. Los barrotes de este espacio estaban intactos, incluso parecían haberse restaurado hacía poco tiempo. El piso también estaba limpio, sin vidrios o pedazos de ladrillo.

―El atardecer se ve mejor desde acá ―dijo.

Se sentó en un banquito parecido al de los parques que supuse que él había instalado. Lo imité. No hablamos. No hizo falta. Vimos el sol ponerse a lo lejos y disfrutamos del cálido viento y el aparecer de las estrellas. Éramos solo nosotros, y ya podía sentir que nuestro límite era aquel cielo que ahora brillaba en luz lunar. Paco estaba concentrado en el horizonte cuando me descubrí mirándolo. En esta iluminación se le notaban un par de pecas y lunares que le decoraban la nariz. Tenía un corte en la ceja, pero no descifré si era estético o parte de una cicatriz. Se remoja los labios y por un momento quiero ser yo quien lo haga.

Salvando a MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora