El Chef De Bigote Grueso; un extraño en la ciudad de alguien más

5 1 1
                                    


El Chef Del Bigote Grueso se llamaba Julián. El padre le había puesto Gustavo porque así se llamaba su padre y el padre de su padre, pero la madre no había cedido del todo y había logrado convencerlo de ponerle de segundo nombre Julián para que el chico tuviese una escapatoria si Gustavo le pesaba demasiado. Julián nunca se había sentido un Gustavo; Gustavo era lo que gritaba su padre cuando se enojaba con él o lo que gritaba su madre cuando se enojaba con su padre. Gustavo era el juego que jugaba con sus primos que escondidos atrás de la parrilla gritaban el nombre y contaban cuántas cabezas giraban a buscar el grito. Juego que había sido divertido hasta que lo jugaron un domingo después del entierro del abuelo y su padre y su tío les tiraron fuerte de las orejas por hacer chistes de mal gusto. Dentro de la cocina le decían El Chef Del Bigote Grueso. En la cocina había dos chefs porque con uno no alcanzaba - le habían aclarado desde la primera entrevista que el orden de jerarquía no se vería alterado porque hubiera dos chefs y cada uno tendría su propio sous-chef, su saucier, su asador, su aprendiz y su lavaplatos. El otro chef era de Rusia y pronunciaba fuerte las erres, tenía un bigote fino y colorado y su uniforme siempre estaba blanco impoluto. Julián había intentado hacerse amigo del ruso que tenía un nombre lleno de consonantes, pero el tipo hablaba poco y casi todo en gruñidos. De a poco la rivalidad que se asumía entre ambos se había moldeado a una indiferencia de pocos roces. En el trabajo tampoco era amigo de nadie y en sus recreos de almuerzo se sentaba en los escalones de la puerta trasera que daban a un callejón donde solo pasaban algunos gatos flacos y comía con ellos, intercambiando sobras por caricias.

Julián se había mudado treinta días atrás a ese país de Europa chiquito y recóndito donde se decía que era más fácil conseguir ciudadanía. Había viajado en barco con un papel doblado en dos donde un tipo de su último restaurante le había anotado nombres y números de teléfono para el trámite. El viaje había sido largo y difícil; más de una vez sacó la cabeza por la borda sintiendo la bilis treparle la garganta y volvió a meterse a cubierta cuando el vértigo de ver las olas tan lejos lo devolvió al piso como un péndulo. Decidió irse un domingo, días después de que le dijeran que el restaurante iba a ser clausurado. Julián no era particularmente feliz en su trabajo, pero era casi amigo de los de la cocina y le pagaban lo suficiente como para cubrir la residencia, las compras de supermercado y algún pack de cerveza los viernes de calor. Los domingos los usaba para pensar en el silencio de la habitación de la residencia que se vaciaba los fines de semana y casi le hacía creer que vivía solo y no con una docena de pueblerinos ruidosos en la ciudad. Fue ese mismo también el primer domingo en el que chequeó su correo y no encontró ningún correo de Luisa en la casilla. La bandeja de entrada vacía le estrujó el estómago y cerró la computadora sin sacar los ojos de la pantalla. Luisa había tomado una decisión y el silencio era su respuesta. Cuando quiso chequear una última vez la casilla, por las dudas, volvió a encontrarse con la nada y abrió la bandeja de enviados para releer su último correo y buscarle un sentido.

Luisa:

Esta mañana en el tren vi un chico con un shor de Aldosivi y me acordé de tu viejo, de cómo puteaba mirando los partidos y vos y yo nos escapábamos por el fondo de tu casa para ir a caminar por el barrio sin que se diera cuenta. Tu viejo puteaba casi en cantito, como que cantaba cuando les pedía a jugadores más huevo; más huevo que en la can-cha hay que dejarlo to-do y sino para qué se vino. A veces me preguntan para qué me vine a Buenos Aires y yo les digo que para buscar un futuro mejor, pero cuando me escucho decirlo me siento un idiota. Acá estoy solo. Mi hermana me contó que empezaste de maestra en la escuela a la que fuimos nosotros; te deben querer mucho los chicos, siempre fuiste fácil de querer. Yo sigo en el mismo lugar que mucho no me gusta, pero no me puedo quejar. Ojalá me hicieras caso y te vinieras a conocer, te gustaría mucho Buenos Aires, la gente habla rapidísimo y cuando no usa la boca, sabe hablar con las manos. A veces me siento de acá, como ayer que para llamar al mozo, pedirle un cortado y después la cuenta no use ni una palabra. Cuando consiga otro trabajo tal vez te pueda invitar, traerte para acá en micro y alquilarnos una pieza juntos. Allá a mí ya no me queda nada y vos siempre supiste que ese pueblo te queda chico. Dale, animate.

El Chef De Bigote Grueso; un extraño en la ciudad de alguien más.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora