Todavíael pueblo no figurabaen los mapas de carretera,cuando por primera vez apareció su nombre mencionado en losperiódicos a raíz de la muerte virulenta de uno de sus vecinos. Enaquellos días El Mosquín ni siquiera contaba con un puente parasalvar su exiguo riachuelo,sino que sus habitantes simplemente lo atravesaban por donde másconviniera para mojarse lo menos posible, mientras que los forasterosy las autoridades descendían hasta un remanso donde el Enterrador sehabía agenciadouna improvisada pero útil balsa para cruzar a quien lorequirieraa cambio de una moneda.
Eldía en que denunciaron la muerte,el inspector Francisco José Peláez había recorrido cerca desesentakilómetros por una carreterade gravilla, llena de bachesy roderas, hasta un lugar del que no había oído hablar en su vidapara investigar la escena del crimen.Nadamás personarse en la casa donde ocurrieron los hechos,con el bajo de los pantalones mojados,se topóen el recibidorcon una pareja de la guardia civil que recababa datosde la criada, quien descubrió el cadáver.Peláez se identificó de manera rutinaria yreglamentaria con su placa, nombre y cargo, pero no interrumpió laspesquisas que habían iniciado los guardias sino que, sin abrir laboca, prestó atención a lo que hablaban.
Lacasa olía a café recién hecho y recién molido, y este aromaflotaba en unaatmósfera cerrada y perturbadorajunto al olor ferruginoso de la sangre seca del cadáver sin haberseatenuado lo más mínimo en toda la mañana, ya que los ampliosventanales todavía estaban cerrados desde la noche anterior, y enlos díasveraniegosel sol comienza a calentar desde bien temprano sin que corra nada debrisa por muy cerca que se encuentre el mar.
Adela,la criada, les contabaque al llegar encontró una taza de café en el suelo rota y que latiró a la basura. Le resultó extraño ver en el fregadero unamachota con sangre y algunos pelos pegados, y una fregona apoyada enla pared. Uno de los guardias acercó a Peláez hastala cocina para corroborar lo que contaba la criada. Elasesino quiso borrar los restos de sangre del suelo y las paredes enun vano intento de ocultar el acto, y sentiría lanecesidad imperiosa de que se descubriera el cadáver lo más tardeposible, sugirió el guardia mientras señalaba unasmanchas rojas y minúsculas en la pared.Peláez frunció el ceño y le dedicó una mirada deescepticismo como respuesta a aquella teoría.Tuvo que ser alguien allegado a él por elensañamiento.Alguien con motivos más que personales, prosiguió.
FranciscoJosé Peláez, trasobservarel arma homicida con detenimiento, tomó nota de algunasdeduccionesen su libreta, y seguidamente pidió que lo condujeranhacia el lugar donde habían ocultado el cuerpo de la víctima.
Elcadáver yacía envuelto en una sábana empapada en sangre debajo deuna cama del dormitorio para huéspedes, en la misma planta baja.Cuando abrieron la sábana para desvelar el efecto del arma homicida,Peláez no pudo evitar poner cara de grima ante el espectáculo de lamasa gris aflorando por las grietas abiertas en el cráneo por másque durante la guerra civil hubiera visto todo tipo de aberracionespracticadas a seres humanos. En una ocasión le ordenaron sacarcadáveres calcinados de civiles de una pocilga y aún por aquellosdías regurgitaba en sus pesadillas la imagen de los pellejoschurruscados sobre las paredes y los dedos de desesperación fundidoscon los barrotes de las ventanas. Sin embargo, lo que le aterraba deaquellas imágenes no eran los cadáveres en sí —por más queencontrara incluso infantes que habían quedado tan deformados por elfuego inmisericorde que sus cuerpos diminutos parecían el cisco quequeda de un tronco chamuscado—, sino el imaginarse la angustia quepadecieron aquellas gentes mientras se iban consumiendo ante eldespiadado avance de las llamas.
«Estome inspira odio. Bastante odio. Debe de haber sido un asunto muypersonal», escuchó Peláez a su espalda. El juez, que había salidoa tomar café y fumarse un pitillo, se acababa de reincorporar a laescena. De lo ensimismado que se hallaba ni lo había sentidoacercarse por detrás suya. «El asesino le ha reventado el cráneocon bastante saña, ¿no cree?», añadió el juez.
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Las Crónicas de El Mosquín
Misterio / SuspensoEl alcalde de un pueblo llamado El Mosquín vive obsesionado con descifrar unas extrañas inscripciones que encontró en una cueva cuando era niño. Ese día coincide con un doble asesinato en el pueblo. De mayor se dedicará a estudiar la historia del pu...