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Reconocí tu voz entre la del resto. A veces pienso que quisiste que te escuchara.

Me sentí aturdida por aquel descubrimiento y gracias a ello pude moverme entre la gente con la delicadeza propia de una gacela. No te diste cuenta cuando pasé por detrás tuyo, pero yo sentí tu perfume y no tuve dudas. A veces pienso que sí lo notaste, pero eras muy buen actor. Tuviste que poner la mejor cara de sorpresa cuando toqué tu hombro. Tuviste que pasar la mano por la cintura de la persona a tu lado, tuviste que apretarte contra ella con una necesidad casi instantánea, primitiva. A veces pienso que ya lo tenías planeado.

Como eras educado me presentaste a tu novia, y como yo también lo era la saludé con mi mejor sonrisa. Ahora lo recuerdo y creo que no se lo merecía, porque ella no me sonrió. Al contrario decidió apretar un poco la mandíbula, quizás pensando que no me daría cuenta o deseando que lo hiciera. Clavó sus ojos en mí como un depredador clava los dientes en su presa, me dio la mano porque al parecer no estaba enterada de que estamos en el siglo XXI y yo pensé "Qué chica con clase". Lo pienso mejor y creo que sólo fue especialmente desagradable.

Tú estabas lindo como siempre, pero eso no me sorprendió. Tenías el cabello más corto, la barba más prolija y no se te veían los tatuajes porque llevabas un traje negro de diseñador. En realidad la imagen me resultó graciosa y creo que se me notó en el rostro porque no sé disimular. Estabas muy distinto desde la última vez que nos vimos, pero se me antojó bueno porque pasaron diez años y el cambio es imperativo. Es irónico, tú y la palabra cambio. Tú y las decisiones, tú y la vida, no hace falta ir a más. Solías tener un problema con todo. Yo creía que era encantador, me parecía que desafiabas las leyes naturales que regían para todo el resto de los mortales. Eras rebelde, irremediable. Me llamaba la atención tu sed de triunfo, tu ambición, tu necesidad imparable de éxito, de confirmaciones de éxito, de querer todo eso pero hacer absolutamente nada para lograrlo, mirar todo desde afuera, sin dar el paso porque ni siquiera sabías para qué lado empezar a caminar. A veces te daban arranques de motivación y a mi me parecía que empezabas a correr hacia todas las direcciones al mismo tiempo. Era un comportamiento físico, microscópicamente natural. A mucha gente le parecía que todo lo que hacías era estúpido, aunque muchas otras te admiraban. Yo era de las segundas a veces, de las primeras cuando tus malas decisiones chocaban con mi vida personal.

La única verdad dicha sin tapujos y dejando de lado todo tipo de subjetividades es que te quise demasiado. He llegado a pensar que es necesario querer demasiado para darse cuenta que el amor no es todo eso que la gente dice necesitar. No voy a decir qué es el amor, sería demasiado pretencioso. Prefiero dejarlo caer entre recuerdos ordenados, algunos otros no tan ordenados pero cuyo orden sigue un arreglo jerárquico emocional que no puede ser reemplazado por un orden cronológico. Es necesario tomar las cosas de a puñados para entender realmente qué es lo que pasa o por qué pasa. Aunque eso sería afirmar que todo sucede por algo y estoy convencida que nada en la vida funciona así.

Esa noche te ví después de diez años, yo concluí que todo en tu vida seguía igual y que tú no habías cambiado. Sí lo había hecho tu apariencia, los años te volvieron más sobrio y más serio, pero en el fondo eras el mismo chico que seguía sin saber hacia dónde dar el primer gran paso. En mi cabeza se me cruzó que aún no lo habías hecho, y como soy orgullosa y competitiva me alegré por ello.

Cuando noté que la charla caía en un desinterés inevitable y que tu acompañante ya había escrutado con imperceptible disimulo mi vestido negro de seda decidí apoyar mi mano en tu hombro, un gesto casi de colegueo, agradecerte por haber venido aunque no tenías ni idea de que yo estaría allí y sonreírles con exagerada cortesía.

Al final, tuve la impresión de que yo tampoco había cambiado nada. 

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