Capítulo 9

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—¿Qué harán con nosotros ahora? —susurró Lum.

Aiden había perdido la cuenta de la cantidad de veces que su amigo había preguntado aquello. Ya no quedaba atisbo del tono alegre y burlón que tanto lo caracterizaba. Luego de casi dos lunas en aquel maldito agujero, lo único que notaba en su voz era miedo. Él, en cambio, estaba hastiado.

No había absolutamente nada que hacer allí. Se pasaban el día entero tumbados en su pequeña y mohosa celda, medio muertos de hambre, esperando a que llegara al fin algún capitán de la guardia a anunciarles que les cortarían la cabeza.

Pero aquello no sucedía, y los días pasaban. "Días" era solo una forma de decirlo, por supuesto. Aiden no había vuelto a ver la luz del sol desde que lo encerraron allí junto a Lum y Gilbert. Llevaba la cuenta del tiempo transcurrido en base a la única comida diaria que les daban: una palangana de agua sucia con trozos de pan duro y repleto de gorgojos.

Por lo demás, todo allí era silencio y oscuridad... la más densa, opresiva y absoluta de las oscuridades. Ignoraba en qué nivel exacto de las mazmorras los habían metido, pero, por lo que a él respectaba, podían hallarse en las mismísimas entrañas del infierno. Su celda era un cubículo minúsculo de paredes de roca húmeda, con un juego de gruesos barrotes de acero que resultaba completamente imposible forzar. Los pasillos del otro lado eran negros como una noche sin luna, y no podía escucharse nada aparte del goteo persistente de las filtraciones. ¿Estaban totalmente a solas allí, en el más profundo de los calabozos de Torre de Pedernal? ¿A dónde habían llevado a Tódrik, Ricasso, Akanni y Lilka? ¿Acaso seguían con vida aún?

«Lilka...»

El único contacto humano que tenían, aparte de su propia compañía hacinada, era durante lo que Aiden suponía que debía ser la noche. Dos guardias hacían su ingreso a diario, dejándoles la miserable ración de pan podrido y agua hedionda. Estaba todo tan oscuro que la mera llama de sus velas los cegaba. Aun así, era iluminación suficiente para notar que no se trataba nunca de los mismos guardias. Al parecer, los cambiaban constantemente para que no se familiarizaran demasiado.

Daba igual. Ninguno de aquellos hijos de puta se dignaba a dirigirles la palabra, salvo que fuera para insultarlos o para burlarse de ellos. Lo habían comprobado durante los primeros días, cuando Lum aún tenía ánimos para coserlos a preguntas. ¿Dónde estamos? ¿Qué van a hacer con nosotros? ¿Cuánto tiempo van a tenernos aquí? ¿Dónde están los demás? ¿Esta es toda la comida que van a darnos? ¿Habrá un juicio?

Lo único que le interesaba a Aiden era saber qué había sucedido con Lilka... pero era otra pregunta que siempre caía en oídos sordos.

Aquella "noche" no fue diferente. La dupla de carceleros irrumpió en el estrecho pasillo del calabozo, velas enceguecedoras en mano. Les dejaron su ración de pan y agua en el piso, al otro lado de los barrotes, y luego se sentaron ante una mesa destartalada a beber vino y jugar a los naipes, como hacían de vez en cuando.

—¿Qué harán con nosotros ahora? —repitió Lum, rascándose la maraña grasienta que el encierro había hecho de su pelo—. ¡¿Hasta cuándo van a tenernos aquí metidos como animales?!

Aiden jamás había estado prisionero en un gran castillo, pero podía imaginárselo.

—Lo más seguro es que nos dejen pudrir aquí durante unos cuantos años.

—¿Años? —balbuceó Lum, horrorizado.

—Sí, años. Ya sabes, para ablandarnos un poco. No hay nada peor que la espera en incertidumbre. Luego, cuando se cansen de desperdiciar este pan repugnante en nosotros, ordenarán que nos ejecuten... ¿O acaso estoy equivocado, Gilbert?

Crónicas de Kenorland - Relato 7: La JauríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora