ERA USUAL QUE LOS VIERNES se convirtieran en un eterno juego de esperar. Schwerin siempre ganaba cuando eran más de las 8 de la noche y Wiesbaden aun no llegaba del trabajo.
Aún después de todo (estar atrapada en el ayuntamiento, tener que hacer mandados, pensar en un menú para la cena, cuidar a Ulm, envejecer en el tráfico), el juego de esperar nunca parecía volverse en una carga. Le parecía divertido que, en su opinión, la vida de Wiesbaden era menos complicada que la suya, y sin embargo, él parecía siempre estar más cansado que ella todo el tiempo. Con sus ojeras profundas, su marchar pesado y su tic interminable de bostezar y rascarse la sien.
Cuando llegaba a casa con su típico andar, le platicaba sobre su día para entretenerlo mientras le daba las últimas pizcas de sal a la cena. Ya sabía que él no le ponía el cien por ciento de su atención, pero apreciaba su esfuerzo. Cuando regresaba a la sala, Wies ya estaba en ese limbo entre estar dormido y despierto, con un libro abierto en sus manos y Ulm posado en su cabeza.
— Dormido, dormido, dormido — graznaba Ulm y eso hacía que Wies se despertara (solo por 5 segundos) para manotear al pajarraco de su nido improvisado. Schwerin encontraba la situación hilarante, pero sabía que debía proseguir con el día.
Le pedía a Ulm que guardara silencio y se acercaba a donde quiera que Wies hubiera sucumbido, lo tocaba por los hombros y lo abrazaba, miraba detrás de su oreja donde tenía una marca de nacimiento en forma de espiral y le susurraba "Operación en curso, el pájaro ha volado al este".
— ¿Ya está lista la cena? — decía al mismo tiempo que abría los ojos como plato y se paraba de un salto del sofá.
Ese viernes era como todos los viernes.
Escuchaba el golpeteo de la olla a presión, las noticias en la tele y muy a lo lejos en la ventana abierta, el sonido de las ondas magnéticas que despedían los autos voladores. Ya había empezado a acostumbrarse al sonido y la mayor parte del tiempo era imperceptible, no obstante, no podía esperar a mudarse de ese apartamento.
Al principio le parecía genuinamente hogareño, con sus habitaciones minúsculas, el aire libre de partículas y esporas, y cómo la luz del sol entraba por las ventanas. Pero todo cambió cuando se aprobó la ley de los autos voladores a partir del piso 800. Ahora el aire tenía un constante olor a metal, la luz del sol quemaba todo en el interior, así que las cortinas siempre estaban cerradas y se sentía como si los muebles sofocaran la habitación. Lo único bueno era que la ubicación era estratégica y quedaba cerca de todo.
Schwerin mezclaba la ensalada cuando escuchó su celular vibrar. La voz del sistema operativo leyó el mensaje automáticamente y la voz robótica se escuchó por toda la estancia:
"Wiesbaden corazón rojo corazón rojo a las 8:21 p.m.
EEEEHHH. LLEGO EN QUINCE. NO SE ME OLVIDA NADA, ¿VERDAD?"
Schwerin soltó un resoplido. De hecho, sí olvidaba algo, pero decidió no contestar. Ya lo regañaría cuando lo viera.
Y como si tuviera un temporizador biológico, Wies cruzó la puerta quince minutos después.
Llevaba entre los dedos bolsas de supermercado e incrustado en los dientes su portafolio de la oficina.
— ¡Cariño, estoy en casa! — canturreó él mientras dejaba todas las pertenecías en la mesa del comedor. Se acercó a Schwerin y le desordenó el cabello —. Hola tú.
— Hola tú — repitió enarcando la ceja. Estaba paradójicamente energético lo cual le pareció extremadamente raro —. ¿Trajiste las semillas de cardamomo?
Wies se llevó una mano y la frente y se dio un golpecito. No le sorprendía en lo absoluto. Era como si la palabra "cardamomo" no estuviera registrada en su placa madre. Siempre que le pedía pasar a comprar semillas de cardamomo, lo olvidaba completamente.
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