Introducción

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La singular araña corría desesperadamente a través de las sombras del bosque, elevada sobre sus ocho afiladas patas, huyendo de los jirones dorados que proyectaba en el suelo la luz de la tarde. Conociendo demasiado bien las miradas que atraía cuando los traviesos rayos golpeaban su cuerpo de satén negro arrancando destellos azulados. Miradas que merecía la pena evitar, aunque tuviera que hacer contorsiones forzadas por encima de los agrietados troncos de los árboles. Sin embargo, aquella tarde, no eran los rostros hambrientos los que seguían su rastro, sino los ojos hundidos de un semblante deforme.

Se encontraba agachado, en silencio, inmóvil excepto por el convulso movimiento de sus diminutos ojos, que saltaban de árbol en árbol en continua búsqueda. Su gruesa piel salpicada de manchas abultadas, donde innumerables insectos hacían nido, lo hacía destacar entre los tonos cálidos del bosque, recordándole que no pertenecía a aquel lugar.

Se puso en pie prestamente al ver pasar a la araña. Hacía rato que seguía el murmullo caótico que provocaban sus patas contra el suelo, presa de una curiosidad malsana. La misma que lo impelió a lanzarse a la persecución, siguiendo su estela a través de las hojas caídas, consiguiendo apresarla bajo la sombra de una vetusta haya. Bufó, entre cansado y divertido, cogiéndola por una de sus patas de aguja, para alzarla frente a sus ojos.

—¿Aña? —Se preguntó con su voz cavernosa y profunda. Antes de confirmar—: Aña.

Entonces abrió el infecto túnel que era su boca, para colocar la criatura entre sus dientes afilados y torcidos. Sin hambre, sin asco. Solo por el mero hecho de poder hacerlo. La tragó sonoramente, satisfecho consigo mismo.

A pocos metros, acurrucado junto la entrada de una madriguera, un muchacho respiraba agitadamente, las manos juntas sobre el pecho, en un intento de contener sus latidos. Su aspecto era lamentable: el cabello que una vez fuera rubio ahora caía groseramente sobre su rostro, tiznándolo de polvo y ceniza; sus brazos descubiertos aparecían repletos de arañazos, marcas sanguinolentas que se abrían camino a través de la suciedad; y sus pies descalzos sufrían dolorosamente las penurias del camino, faltos de cuidado. Sin embargo lo que llamaba la atención no era su aspecto, sino sus movimientos temblorosos, su expresión cambiante, el reflejo apagado de sus ojos claros. Apretando las manos una contra la otra, como si fuera presa de un gran dolor, se retorcía entre murmullos ahogados.

—¡Cállate! —Susurró agresivamente con su tierna voz infantil.— No me dejas pensar.

Y volvió a su debate interno, sin darse cuenta de que la hedionda criatura avanzaba hacia él, con una mueca torcida en los labios como si fuera una mal formada sonrisa. Saltó frente al joven, acercándose a su rostro, abriendo al máximo su boca para formar un círculo perfecto con sus labios, clamando:

—¡AO!

El muchacho retrocedió con asco un par de centímetros. No creía que llegara a acostumbrarse a su pútrido aliento.

—¡Ghul, idiota, te he dicho mil veces que no hagas eso! —Reprendió furioso a la criatura que lo miraba sin comprender, mientras se giraba tratando de encontrar algo de aire fresco.

»Debes ser el draug más estúpido de toda Altheia. —Refunfuñó enfadado mientras se levantaba a regañadientes.

Sacudió la tierra de sus maltrechas ropas con un suspiro, tal vez era momento de cambiarlas. Sin embargo primero tenía otros dolores de cabeza de los que encargarse.

—Ghul, súbeme. Estoy cansado. —Pronunció autoritario.

Al momento la criatura lo subió sobre sus hombros, dotándolo de una perspectiva privilegiada para su edad. Era momento de que se pusieran otra vez en camino, de que arreglaran las cosas, antes de que el séptimo despertara de nuevo.


La búsqueda del malDonde viven las historias. Descúbrelo ahora