El ángel

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Wang Ji era un ángel de rango medio. A pesar de que había estado desde el principio de los tiempos, su naturaleza reservada y taciturna había hecho que pasara desapercibido en el reino celestial.

Wang Ji lo prefería.

Había visto con gran preocupación que el invento caprichoso de dios era una ruina. Los humanos serían la razón de la destrucción de este mundo.

Wang Ji no los tenía en gran estima.

Había decidido hacía muchos siglos distanciarse del cielo y dedicarse a estudiar los astros, hacer música y escribir poesía.

Se contentaba con una vida tranquila y relajada en la campiña china.

No le malentiendan. Él era un ángel, sí, pero no era un principado, un arcángel o un querubín. Su función no era tan importante. Él había nacido como una virtud, un ángel que hace realidad los milagros.

En el caso de Wang Ji, sus milagros eran cosas pequeñas. Encontrar algo que el humano había perdido, por ejemplo, las llaves, o evitar que se pegara contra la esquina de una mesa.

Eran tonterías. Nadie le echaría en falta.

Y así fue por muchos siglos.

Hasta que ocurrió lo peor. Dieron aviso que se iban a abrir los siete sellos y empezaría el fin del mundo.

Tenía que contactar al truenitos.

Las virtudesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora