II. Tengo un nuevo apodo.

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 La noche de nuestra derrota en Japón había sido agitada, pero la recordaba a la perfección. No podía sacarme los recuerdos, por más que me frotara preocupado la frente o me diera mamporros como golpeé a todo agente que quiso tocarme cuando me capturaron. Entre un gallo aleteando y yo no había tanta diferencia, pero por más resistencia que puse terminé preso.

Yo estaba en la terraza de Roppongi Hills, un centro comercial en Japón. No estaba ahí precisamente por compras. Había ido hasta allí con mis amigos Dante, Petra, Sobe, Berenice y Phil. Nuestro plan era hablar con Dracma Malgor, un brujo de renombre y pedirle información confidencial de la guerra que se estaba gestando entre mundos y de mis hermanos, por qué no, pero el pobre diablo estaba más perdido que un poeta en la NASA.

Nos dijo que él mismo estaba buscando información de la guerra.

Se creía que Gartet, un acaparador compulsivo de mundos, estaba juntando Videntes como un niño que colecciona figurillas. Quería encontrar al Creador Sobe y a mí con el fin de usarnos como herramienta decisiva en la guerra. Se supone que los Videntes son gente que ve el futuro o el presente, algo así como hackers de mentes o súper espías. Con un Vidente podrías adelantarte a tu presa o, al menos, seguirle el rastro.

Pobrecillo, Gartet se había demorado un poco porque fui atrapado antes por La Sociedad. No lo vio venir. Todos cometemos errores, supongo. No se pueden cumplir los sueños, yo creí que a los diecisiete tendría licencia de conducir, estaría en mi último año de secundaria, sería guapo, popular, tendría novia y... y... barba. Pero lo único que tenía era una fiesta de cumpleaños que no acababa más.

Fiodor Pávlov acarició un reproductor de música que lucía el formato de una caja negra, era tan viejo que tenía manija como un portafolios. Lo sacó bajo la mesa, lo había mantenido guardado porque era un regalo de cumpleaños. Gruñí. La cafetería no era muy grande, medía diez metros, las paredes de color marfil y los azulejos blancos del suelo le daban una perspectiva alegre, tan alegre como una taza con frase motivacional sostenida por un oficinista a las ocho de la mañana. El lugar contaba siete mesas de aluminio alargadas con bancas y una barra que conectaba a la cocina.

Los ventiladores de techo traqueteaban.

Para animar la fiesta introdujo una cinta y comenzó a sonar Lost in Paradise de Ali. Al menos había dejado las bandas rusas de los setenta, si escuchaba otra vez Sinyaya Ptitsa enloquecería... más.

—¡Anímate, Jojoloco, te la pasas amargado todo el día! —Apretó un botón redondo y le subió al volumen— ¡Empezó esta parranda, Jojoloco! —canturreó sin ánimos.

—No me llames así —ordené mordaz, siseando cada palabra entre dientes.

—Jo, jo, tranquilo, jo, jo, loco.

Apoyé mi cabeza contra la superficie de la mesa, si pudiera mover mis manos me hubiera tapado los oídos. El contacto con el metal frío y el olor del alcohol antiséptico con el que solían desinfectarlos me trajo los recuerdos de la noche en Japón. Tres agentes se me habían arrojado encima como tacleadores de fútbol americano, con la única diferencia de que no estábamos jugando y yo era la pelota. Caí de bruces y mi mejilla había acabado aplastada contra un suelo de las mismas adorables características que la mesa de la cafetería.

Estaba en la terraza y todos los magos más poderosos del mundo huyeron, porque poder no significa valor. Antes de que me teclearan había creído que moriríamos. Del miedo hice todo lo que todo el mundo haría: abrí inconscientemente un portal por el que mis amigos cayeron.

Yo era un Cerra, se suponía que la cosas deberían estar bloqueadas... para mí la lógica se fue volando más alto que una jirafa en tacos o eso dijo Natalia cuando le expliqué la fatídica noche en Japón. Me quedé solo en el helipuerto. Los agentes llegaron en aluvión, por más que forcejeé y repartí puñetazos como si tirara arroz en una boda, fui sometido rapido porque no estaba en mi mejor estado físico. Finalmente me dejaron fuera de combate con una legendaria e inédita maniobra llamada electrochoques y cuando terminé fofo como masa cruda, me sujetaron de los brazos y me arrastraron por más de cincuenta pisos hacia una camioneta de policía donde encontré a Dante.

La culpa imperial de Jonás Brown [4]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora