IX.- COINCIDIR BAJO LA TORMENTA

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La majestuosa edificación que se alzaba en aquellos predios era realmente asombrosa, una amplia finca que desde hacía veinticinco años ella llamaba hogar, pero que, con el paso del tiempo se había convertido en su jaula de oro. 

Lucía se había esmerado por decorar todo a su gusto, quería impregnarla con su cálido toque, había elegido desde los tonos de las pinturas para las paredes hasta el color de las cortinas, esa casa olía a ella, esa casa era ella, sin embargo, ahora todo le resultaba tan extraño allí.

De pie frente al umbral de aquella construcción comprendió que todo en su matrimonio había acabado. La torrencial lluvia que iluminaba el cielo con sus luces y truenos solo eran la demostración externa de las emociones que inundaban el interior de la pelirroja mujer que contemplaba de pie aquel lugar.

¡Cuánto habían cambiado las cosas!

Lucía exhaló el aire que, sin querer había contenido en sus pulmones, aún no podía comprender como es que después de tantos años aquel lugar le resultaba tan ajeno. 

Enfiló sus pies hacia la maciza puerta de madera que protegía celosamente los secretos de la familia Hazán—Cuervo. Ingresó a la vivienda con un aspecto desganado, su cara desmaquillada y luciendo la misma ropa sobria de siempre. El disfraz de «femme fatale» con el que había forrado su cuerpo horas antes yacía en la bolsa que colgaba de su brazo, suspiró dejando escapar un profundo lamento, sintiéndose terriblemente decepcionada por lo mal que había terminado aquella velada con Joaquín, ella pensó que todo su esfuerzo no había servido de nada, y aquello acrecentó el vacío en su interior.

Y es que a pesar de que cabía la posibilidad de que Alberto hubiera podido notar su ausencia, no sentía la más mínima preocupación por ello, honestamente nada le importaba más que el dolor que había visto reflejado en los pardos ojos del hombre que había devuelto su cuerpo y sus sentimientos más profundos a la vida. Ella no lo sabía todavía, pero Joaquín Galán había llegado a su vida para ser su salvador, sin embargo, de lo que sí estaba segura era de que ya no podía ni quería seguir haciéndole daño, necesitaba remediar esa situación cuanto antes.

—¿Dónde estabas?—, la dura e irascible voz de Alberto retumbó en el ambiente tan pronto Lucía hubo cerrado la puerta tras ella.

La pelirroja se estremeció al notar que aquella voz no pertenecía al bromista de su hijo Nicolás, no, esta vez sí era él, Alberto Hazán, su marido quien preguntaba. 

Su figura se reveló en medio de las sombras y ella pudo notar en su expresión algo que no veía desde hacía mucho tiempo y temió, sí, le tuvo miedo al futuro, mismo que desde esa tarde se delineaba bastante incierto bajo sus pies.

—En casa de Pato—... respondió en un murmullo.

—¡Mientes!—, bramó con una detestable expresión de desprecio al tiempo que estrellaba el vaso que minutos antes contenía un poco de su whisky favorito, helándole a ella la sangre y haciendo que su cuerpo tambaleara.

—Alberto—, murmuró.

—Hablé con Patricia y también con Gloria—, interrumpió su réplica, —y tú—, señalándola con el mismo dedo con el que siempre juzgaba todas y cada una de sus acciones, —tú no has estado con ellas, ni siquiera te has parado por sus casas. ¿Dónde demonios andabas Lucía?—, gritó al tiempo que la tomaba con rudeza del brazo y la arrastró hacia la habitación que fungía como su oficina cuando debía trabajar en casa, azotando la puerta tan pronto entraron.

—¡Cálmate por favor!—, suplicó.

La furia que bullía en su interior se vio reflejada en la fuerza con la que estampó a Lucía contra la pared haciendo que su cabeza chocara contra la misma. Su vista se nubló al instante y su cerebro empezó a enviar señales de alerta a su cuerpo haciendo que este se tensara.

CUANDO LO VEODonde viven las historias. Descúbrelo ahora