Pintor del viento.

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Pintor del viento.

Según cuenta Don Alcibíades cuando se enteraron en el poblado que Atalina estaba preñada el revuelo fue muy grande y esto no era en vano puesto que en la región y por causa de una extraña enfermedad, los hombres habían quedado estériles hacía años.

Natalicio Pedernera, nació días antes de la primavera de aquel año y todo hubiese sido normal para él de no haber sido por aquel viento que se levantó de repente un día después de su nacimiento.

Él con sus ojos color del tiempo manifestaba, desde el momento mismo de ver la luz, una voracidad extraña por mirar todo lo que se le presentaba a su rededor.

Fue por esto que su abuela salió con él al patio la tarde aquella en el momento en que el sol ya no tenía tanta fuerza, de la fuerza que podía tener un sol de fines del invierno y principios de primavera, pero convengamos en que era esa una tarde templada y apacible con una briza que apenas se manifestaba en el balanceo casi imperceptible de las hojas del paraíso.

Natalicio, en ese momento abrió sus ojos casi desorbitados al ver tanta naturaleza, miró los pájaros y las flores que tímidamente asomaban en algunas ramas del ciruelo y, según la abuela elevó su mirada para ver las nubes que tranquilamente se paseaban por un cielo casi limpio que Natalicio acompañó con un saludo de su mano, copiando su movimiento.

En ese mismo instante, una ráfaga de un viento endiablado se presentó ante la abuela y el niño, los perros corrieron asustados, el gato maulló enfurecido, se quebró una rama del paraíso, volaron algunos pétalos blancos del ciruelo y eso fue todo.

La mujer alcanzó a proteger al niño con una manta con la que cubrió su cabeza y entraron nuevamente a la casa.

Lo cierto es que a partir de allí el niño dejó de mirar a su alrededor, dejando la vista fija en un punto indeterminado del espacio y sin responder a los movimientos que hacían a su alrededor para ver si él veía.

Natalicio creció normalmente, salvo por la circunstancia de la soledad que recorría sus ojos.

Inexplicablemente habían quedado del color del tiempo y fijos en un punto indefinido del espacio.

Y verdaderamente ese fue un punto de inflexión en la vida de aquellas personas, porque fue a partir de entonces que todas las mujeres empezaron a manifestar un crecimiento inesperado de sus vientres, entonces jóvenes y viejas, casadas y solteras, (que tenían que mostrar sus panzas avergonzadas por no tener marido) y todas y cada una de las que estaban en edad reproductiva tuvo su embarazo, que deseado o no, culminaron nueve meses después en una situación indescriptible. Tuvieron que venir matronas desde lejos, no había forma de callar tanto niño, que de día o de noche se rajaba gritando pidiendo teta, los padres tuvieron que dejar horas de trabajo para limpiar culos y lavar pañales, hacer de comer y barrer la casa y todo otro tipo de quehacer doméstico.

En poco tiempo, ese niñerio andaba corriendo por todos lados, y las calles se convirtieron definitivamente en un verdadero loquero, abuelas que corrían, otras que se agarraban la cabeza, padres que dejaban antes de trabajar para hacer frente a tanta demanda familiar.

Niños que querían imitar a los pájaros y se subían a los árboles a empollar, o se tiraban de los techos de las casas imitando su vuelo, otros cavaban la tierra imitando a conejos y liebres y andaban a los saltos por jardines, calles y campos de alrededor.

Natalicio Pedernera, sin embargo, sequía mirando ese punto indefinido en el espacio con sus especiales ojos del color del tiempo, no jugaba con los otros ni se tiraba desde los árboles ni hacia cuevas en la tierra. Muchos, en voz baja llegaron a opinar de que era un niño tonto, mientras tanto ni él ni su familia manifestaban nada en contra de aquella idea.

Todo siguió igual hasta que otra primavera, en el poblado se oyeron los pregones de un viajero que vendía cosas que la mayoría consideraba inútiles. Muchos compraron a aquel engañapichangas espejos, y frascos de colonia. Adornos de los que se cuelgan en las paredes con el solo objeto de acumular el polvo del tiempo, algún cuadro con imágenes coloridas de mares, montañas, mariposas y aves exóticas.

Atalina creyó oportuno ver si aquel hombre tuviese algo con que entretener al pequeño Natalicio, entonces muy a pesar del futuro de sus oídos le compro una corneta de madera, el vendedor que ya abandonaba el pueblo, al ver a su hijo tonto le regaló un cuaderno y unas barritas de grasa de colores que según él servían para pintar.

—¿Pintar qué?, pensó Atalina, pero llevó las cosas a su casa.

Natalicio no le dio importancia alguna a la corneta de madera, que fue a parar inmediatamente al rincón de las cosas olvidadas junto al cuaderno y a las grasas de colores.

La mañana siguiente a aquel acontecimiento, debería haber pasado inadvertido como todas las mañanas en la casa de Atalina, si no hubiese sido por el hecho de que esa mañana, al levantarse, preparar algo de comer y limpiar un poco , descubrió que Natalicio no estaba en su cama.

El sol había recorrido ya un trecho importante del cielo de esa primavera, donde las noches acortaban su ritmo y los días alumbraban más horas.

Alarmada salió al patio en busca de su hijo, el grito de su llamado inicialmente desesperado, se cayó, como una piedra hasta dejar de ser menos que un murmullo.

Su imaginación no tenía palabras para definir lo que la realidad le mostraba, pero allí, sobre las hojas blancas de aquel cuaderno, Natalicio dibujaba el mismo paisaje que tenía adelante, y era tan real que los pájaros y las mariposas fascinadas entraban y salían de él como hechizados ante tanta perfección.

Natalicio, con sus ojos color del tiempo y fijos en un indefinido punto del espacio, manejaba magistralmente los colores, las luces y las sombras.

Y el viento desorientado, entraba y salia de aquel cuadro asombrado de verse allí pintado, como nadie en este mundo era capaz de hacerlo.

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