Pigmalión y Galatea

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Las almas no se abrazan y la tuya aún se aferra a mí.

D.

1894.

Pasé mis dedos por la tela prolija del vestido que mi madre había escogido aquella noche alisando su tela de seda.

Llevé mis manos hacia enfrente entrelazando mis dedos, hice una pequeña reverencia al capitán de medallas y espada al aceptar su baile, el hombre agachó su cabeza antes de enderezar su espalda, llevar su mano a su espalda y con la otra tomar la mía cubierta por mis guantes de seda blancos.

La melodía comenzó a sonar por el salón de mi hogar, más parejas alrededor nuestro siguiendo nuestros pasos, el capitán me dió una media sonrisa cuando respetuosamente su mano se posó en mi pequeña cintura.

— Se ve hermosa está noche.— Murmuró con una sonrisa.

— Gracias por el halago, capitán.— Agradecí con cortesía.

— Dime Adolfo, pronto seremos marido y mujer.— Pidió.

— Por supuesto, Adolfo.— Acepté, no tenía opción de todas formas.

El hombre que era mi prometido sonrió satisfecho.

Pude ver por el rabillo de mi ojo que mi madre con su pomposo vestido rojo me sonreía, sonreía con orgullo al saber que había encontrado un marido joven, de buen estatus y un rango importante en el cuartel de policía, claramente sin saber mi secreto.

Adolfo era un joven carismático, de buena cuna y encantador, era todo esposo que una mujer cómo yo debería desear y amar.

Pero no lo amaba...

Terminé el baile con mi prometido con respiración algo nula.

—¿Desea ponche?— Sugirió al ver mi cansancio, asentí con mi cabeza.

— Por favor.

Adolfo se marchó para ir por mi pedido, salí de la pista de baile para alejarme un poco de las personas, solté un suspiro y pasé una frente por mi mano sintiéndome ofuscada.

Tal vez era por el corset que extrangulaba mis pulmones y costillas. Tal vez era por la situación de que me casaría pronto. Tal vez era porque la ruina de mi familia dependía de mí.

Tal vez era porque desearía que ella estuviera aquí.

Sintiéndome acorralada corrí fuera de la fiesta, pasando desapercibida por todos, corrí hasta el jardín con cuidado de no caer por mi vestido y zapatos altos.

La voz de mi madre en mi mente resonaba, recordándome que una señorita no debía correr.

Llegué al kiosco del jardín y me senté en la pequeña banca, un sollozo se deslizó por mis labios sin poder detener la situación que me atormentaba con constancia, desde el amanecer hasta el anochecer, cada día lentamente.

La extrañaba tanto...

Miraba a María José desde la distancia, ella limpiaba el piso de mi hogar, mientras yo bordaba con mi madre.

María José había llegado aquí ya que su padre lleva trabajando años para el mío, habíamos crecido juntas de alguna forma, pero ella no corría con la fortuna de ser una señorita de sociedad.

No encuentro la aguja que necesito, ya vuelvo.— Avisó mi madre.

Mi madre se fue y quedé sola con ella, sonreí y dejé de lado el bordado, miré las escaleras para cerciorar de que mi madre había desaparecido, corrí con cuidado por la sala y tomé la mano de María José.

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