CAPITULO IV- 1

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El ascensor estaba lleno de hombres procedentes de los vestuarios Alfa, y la entrada de Lenina provocó muchas sonrisas y cabezadas amistosas. Lenina era una chica muy popular, y, en una u otra ocasión, había pasado alguna noche con casi todos ellos.

«Buenos muchachos —pensaba Lenina Crowne, al tiempo que correspondía a sus saludos—. ¡Encantadores! Sin embargo, hubiese preferido que George Edzel no tuviera las orejas tan grandes. Quizá le habían administrado una gota de más de paratiroides en el metro 328». Y mirando a Benito Hoover no podía menos de recordar que era demasiado peludo cuando se quitó la ropa.

Al volverse, con los ojos un tanto entristecidos por el recuerdo de la rizada negrura de Benito, vio en un rincón el cuerpecillo canijo y el rostro melancólico de Bernard Marx.

—¡Bernard! —exclamó, acercándose a él—. Te buscaba.

Su voz sonó muy clara por encima del zumbido del ascensor. Los demás se volvieron con curiosidad.

—Quería hablarte de nuestro plan de Nuevo México.

Por el rabillo del ojo vio que Benito Hoover se quedaba boquiabierto de asombro. «¡No me sorprendería que esperara que le pidiera para ir con él otra vez!», se dijo Lenina. Luego, en voz alta, y con más valor todavía, prosiguió:

—Me encantaría ir contigo toda una semana, en julio. —En todo caso, estaba demostrando públicamente su infidelidad para con Henry. Fanny debería aprobárselo, aunque se tratara de Bernard—. Es decir, si todavía sigues deseándome —acabó Lenina, dirigiéndole la más deliciosamente significativa de sus sonrisas.

Bernard se sonrojó intensamente. «¿Por qué?», se preguntó Lenina, asombrada pero al mismo tiempo conmovida por aquel tributo a su poder.

—¿No sería mejor hablar de ello en cualquier otro sitio? —tartajeo Bernard, mostrándose terriblemente turbado.

«Como si le hubiese dicho alguna inconveniencia —pensó Lenina—. No se mostraría más confundido si le hubiese dirigido una broma sucia, si le hubiese preguntado quién es su madre, o algo por el estilo».

—Me refiero a que..., con toda esta gente por aquí...

La carcajada de Lenina fue franca y totalmente ingenua.

—¡Qué divertido eres! —dijo; y de veras lo encontraba divertido—. Espero que cuando menos me avises con una semana de antelación —prosiguió en otro tono—. Supongo que tomaremos el Cohete Azul del Pacífico. ¿Despega de la Torre de Charing-T? ¿O de Hampstead?

Antes de que Bernard pudiera contestar, el ascensor se detuvo.

—¡Azotea! —gritó una voz estridente.

El ascensorista era una criatura simiesca, que lucía la túnica negra de un semienano Epsilon-Menos.

—¡Azotea!

El ascensorista abrió las puertas de par en par. La cálida gloria de la luz de la tarde le sobresaltó y le obligó a parpadear.

—¡Oh, azotea! —repitió, como en éxtasis. Era como si, súbita y alegremente, hubiese despertado de un sombrío y anonadante sopor—. ¡Azotea! 

Con una especie de perruna y expectante adoración, levantó la cara para sonreír a sus pasajeros. Entonces sonó un timbre, y desde el techo del ascensor un altavoz empezó, muy suave, pero imperiosamente a la vez, a dictar órdenes.

—Baja —dijo—. Baja. Planta decimoctava. Baja, baja. Planta decimoctava.

Baja, ba...

El ascensorista cerró de golpe las puertas, pulsó un botón e inmediatamente se sumergió de nuevo en la luz crepuscular del ascensor; la luz crepuscular de su habitual estupor.

UN MUNDO FELIZ _ Aldous HuxleyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora